Me acojo, ¡oh María!, bajo tu amparo; sé la guía y el modelo
de mi vida interior
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Todo corazón cristiano se vuelve espontáneamente a la Madre
del cielo con ansias de vivir más íntimamente en unión con Ella y de
fortalecer los lazos que lo atan a Ella.
¡Qué dulce y confortador es encontrar en nuestro camino espiritual, duro a
veces de fatigas y dificultades, la figura delicada de una madre! Se está tan
bien junto a la Madre… Con Ella todo se hace fácil: el corazón abatido y
cansado, el corazón azotado por las tempestades encuentra la fuerza y la
esperanza que perdió y reanuda con nueva energía el camino.
“Si se levanta los vientos de las tentaciones –canta San Bernardo- si chocas contra los escollos de las tribulaciones, mira la Estrella, invoca a María. En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María: invoca a María”.
Hay momentos en que la senda dura de la nada cansa y
confunde nuestra debilidad: entonces, más que nunca, necesitamos una mano que
nos sostenga, la mano de una madre. Antes que nosotros recorrió María Santísima
el camino estrecho y difícil de la santidad, antes que nosotros llevó la cruz y
antes que nosotros escaló las alturas del espíritu a través del sufrimiento.
Quizás a veces no nos atrevemos a fijar nuestra mirada en Jesús, el
Hombre-Dios, porque su Divinidad está muy lejos de nuestra pequeñez; pero
pensemos que junto a Él está María, su Madre y nuestra Madre, una criatura,
excelentísima ciertamente, pero criatura como nosotros; y por lo tanto el
modelo más accesible a nuestra debilidad.
María sale a nuestro encuentro para tomarnos de la mano,
para introducirnos en el Secreto de su vida interior y ser de esta manera el
modelo y la norma de la nuestra.
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