Dichosa Tú, ¡oh María!, en quien no sufrieron mengua la humildad ni la virginidad: virginidad, por cierto, singular, que lejos de empañarse con la fecundidad, recibió de ella mayor lustre; humildad verdaderamente privilegiada, no menguada, sino realzada por la virginidad fecunda; fecundidad incomparable, acompañada a la vez de la virginidad y de la humildad. ¿Hay aquí que no sea admirable, extraordinario y único?
Admírate por ambas cosas, y
considera que sea más admirable, si la benignísima dignación del Hijo o la
excelentísima dignidad de la Madre. Ambas causan estupor, ambas constituyen un
milagro. Que Dios se someta a una mujer, constituye un acto de humildad sin
igual y que una mujer mande a un Dios, puedes ver en ello una sublimidad sin
par. En alabanza de las Vírgenes se canta que siguen al Cordero dondequiera que
vaya. Ahora bien: ¿de qué alabanzas juzgas digna a la que le precede? Aprende,
¡oh hombre!, a obedecer; aprende, tú, que eres tierra, a estar sumiso; aprende,
¡oh polvo!, a sujetarte. Hablando de tu Hacedor, dice el Evangelista: “Y les
estaba sometido”. ¡Avergüénzate, polvo soberbio! Dios se sujeta a los hombres,
¿y tú, deseando dominar a los hombres, pretendes, ser más que tu Hacedor?
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