Y es que la misericordia de
María, como su Corazón de donde brotaba era de una Madre; esta es la razón
suprema que explica esa bondad y misericordia. Ya puede un hijo ser un
desgraciado, ya puede estar plagado de miserias físicas y morales, ya puede ser
el deshecho de todos, aunque a los demás inspire más bien repulsión, asco y
repugnancia, pero el corazón de su madre sentirá palpitar sus entrañas con
nuevo cariño, con nuevo y más encendido amor, cuando vea más y más desgracia y
miseria en su hijo.
El corazón de una madre nunca desmayará, ni se cansa, siempre espera, siempre confía poder remediar la situación de su hijo. Y no es que se engañe y se ciegue, es que tiene una luz, una clarividencia e intuición de corazón, que ve más allá de los demás, donde ya no se espera cosa alguna, sino males y miserias irremediables, el corazón de una madre ve rasgos o indicios, ve sedimentos que aún pueden levantar y dignificar el corazón de su desgraciado hijo. Una madre será capaz, por la fuerza de su ternura, por la bondad de su corazón, de reanimar sentimientos al parecer extinguidos, levantar un corazón que todos creían muerto, resucitar una conciencia endurecida por el pecado y las pasiones. Pregunta sobre esto a un San Agustín, dile que te diga lo que puede el corazón compasivo, piadoso, misericordioso de una madre.
Y ahora penetra en el Corazón de la Virgen, más Madre que ninguna otra madre, con una bondad y misericordia, resumen de todo lo que Dios derramó sobre todas las demás madres de la tierra. ¿Cómo sería y cómo será actualmente su Corazón? Por otra parte, no es ésta una comparación estéril, como tiene que ser muchas veces la de una madre que quiere, pero no sabe o no puede remediar a su hijo. María posee la omnipotencia del mismo Dios y toda ella la emplea generosamente para socorrer a sus hijos. ¿No lo hizo así en las bodas de Caná haciendo que Jesús obrara su primer milagro? ¿No obró de este modo con los Apóstoles los días de desolación y desconcierto? Ella, olvidándose hasta de sí misma, fue su única esperanza, su fuerza y su consuelo y los Apóstoles animados con esta bondad eficacísima de Madre, se agruparon en torno a Ella.
Y entre todos, ¿no fue San Pedro el que más experimentó la misericordia de su dulcísimo Corazón? Sin duda que a Ella acudió el santo cuando lleno de dolor por su triple negación, abandonó la casa del Sumo Sacerdote. A los pies de María debió San Pedro derramar sus primeras lágrimas, allí hizo la primera confesión de su cobarde apostasía. ¡Qué suerte la suya al encontrarse con el Corazón de la Santísima Virgen! ¿Qué hubiera sido de aquella alma sin este Corazón? Quizás un Judas, podía ser, motivos tenía tantos o más que aquel para desesperarse.
Pero a los pies de la Virgen, ante su Corazón no es posible desesperarse, ni desalentarse siquiera. Pedro se levantó de sus pies, seguro de su perdón, por eso no sólo no se desesperó como Judas, ni huyó como Adán al pecar; se quedó allí aguardando, esperando la resurrección de Jesús con el corazón lleno de la dulcísima confianza que había recibido de la Santísima Virgen. ¡Qué misericordia más de Madre!
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