María, Virgo Veneranda, Virgen digna de veneración.- Nos servimos
generalmente de la palabra venerable, para calificar lo que es viejo. Por esta
causa, sólo la vejez posee comúnmente aquellas cualidades que mueven a
reverencia y veneración.
Un gran rasgo histórico, un
carácter noble, la madurez en la virtud, la bondad, la experiencia, mueven a
respeto, y estas cualidades no pertenecen ordinariamente a la juventud.
Mas esto deja de ser verdad
cuando consideramos a los santos. Para ellos una vida breve es una larga vida.
He aquí lo que dice la Sagrada Escritura: “La vejez venerable no es la del
tiempo, y no se cuenta por el número de años, sino que la prudencia del hombre
suple por las canas, y es edad anciana la vida inmaculada. Si el justo es
arrebatado por una muerte prematura, vivirá en el reposo. Con lo poco que
vivió, llenó la carrera de una larga vida” (Del Libro de la Sabiduría)
Un escritor pagano, que nada
sabía de los santos, dice que se debe un gran respeto a los niños, porque
todavía son inocentes. Este sentimiento aparece difundido y expresado en todos
los países, de tal manera que ha ocurrido, a veces, que la vista de los que no
han pecado (es decir de los que por falta de edad suficiente todavía no han
podido caer en el pecado mortal) y aun el solo encanto del sonreír de su
inocencia, han sido bastantes para turbar a hombres miserables, que se
disponían a cometer algún crimen, y para detenerles, por un temor saludable,
que les ha conducido, sino al arrepentimiento, a lo menos a la renuncia de sus
culpables designios.
Y, pasando de nuestra bajeza
al Altísimo, ¿qué diremos del Eterno Padre, sino que precisamente porque es
eterno, es siempre joven, sin comienzos, y, por esta causa, sin mudanza, y que,
en la perfección y en la plenitud de sus atributos incomprensibles, es ahora
exactamente el que era hace un millón de años? Con verdad se llama en la
Escritura “Anciano de días”, y por esto mismo es infinitamente venerable. Luego
para ser venerable no tiene necesidad alguna de la edad, ni nada posee de
aquellos atributos humanos y de aquellos títulos materiales que los escritores
sagrados le prestan de una manera figurada, para hacernos sentir en su
presencia aquel profundo abatimiento y aquel respetuoso temor, que su sola idea
debería siempre inspirarnos.
Lo mismo se diga de la Madre de Dios, en la
medida que una criatura puede ser semejante al Creador. Su inefable pureza y su
entera inmunidad de la sombra del más leve pecado, su Inmaculada Concepción, su
Virginidad Perpetua, todas sus prerrogativas, (a pesar de su extremada juventud
en el momento en que Gabriel le fue enviado), son de tal naturaleza, que han de
hacernos exclamar, con una mezcla de alegría y de temor, empleando las palabras
proféticas de la Escritura: “¡Tú eres la
gloria de Jerusalén y el gozo de Israel! ¡Tú eres el honor de nuestro pueblo!
Por esto, la mano del Señor te ha robustecido, y eres bendita para siempre”
(Del Libro de Judith)
John Henry, Cardenal, Newman
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