lunes, 25 de mayo de 2020

MES DE MAYO, MES DE MARÍA


María, Mater amabilis, Madre amable.- ¿Por qué María es tan especialmente Amabilis? Porque no tiene pecado. El pecado, por su propia naturaleza, es una cosa odiosa; la gracia, en cambio, es una cosa bella y atractiva.

Sin embargo, podría objetarse que le ausencia del pecado no fue suficiente para hacer que María fuese amada durante su vida natural, y esto por dos razones: primeramente, porque no podemos amar a quien sea del todo diferente de nosotros; ahora bien, nosotros somos pecadores; en segundo lugar, porque la santidad no podía bastar para hacerla atractiva y agradable, pues santas personas, con quienes nos encontramos en las relaciones de la vida ordinaria, no siempre son agradables, y, con frecuencia, no podemos amarlas gustosamente, aunque sintamos por ellas admiración y respeto.

En cuanto a la primera de estas dos cuestiones, concedemos que los malos no aman, no pueden amar a los buenos; pero nuestra Bienaventurada Virgen es llamada Amabilis o Amable, por ser tal para los hijos de la Iglesia, y no para los de fuera, que no la conocen; y no hay ningún hijo de la Santa Iglesia, en cuya alma no quede algún vestigio de la gracia de Dios, la cual hace que entre Él y María subsista cierta semejanza, por remota que sea capaz de hacer posible que la ame. Podemos, pues dejar esta objeción. Mas, en cuanto a la segunda, ¿cómo podemos estar seguros de que Nuestra Señora, durante su vida en la tierra, atraía hacia sí los corazones de los que la rodeaban y de que era amada simplemente porque era Santa? Esto puede ser una dificultad, si se considera que, a veces, las personas más santas, no tienen el don de ganarse las simpatías naturales. Para explicar este punto, debemos recordar que es muy grande la diferencia entre el estado de un alma como la de la Bienaventurada Virgen María, que nunca tuvo pecado, y el de otra alma, por santa que sea, que haya estado un solo día bajo el peso del pecado de Adán; porque, aun después del bautismo y del arrepentimiento, esta alma padece necesariamente las heridas espirituales, que son la consecuencia de este pecado. Los santos nunca cometen pecado mortal; más aún, los hay que no han cometido un solo pecado mortal en todo el decurso de su vida. Pero la santidad de María fue mucho más lejos. Jamás cometió un solo pecado venial; y no sabemos que, excepto Ella, haya nadie gozado de tan especial privilegio.

Luego toda falta de amabilidad, de dulzura y de atractivo, que existe realmente en los santos, procede de los restos del pecado que subsiste en ellos, o también de la falta de una santidad suficientemente poderosa para dominar las imperfecciones de la naturaleza, ya en el alma, ya en el cuerpo. Mas, en cuanto a María, su santidad era tal, que, si se nos hubiese concedido el verla u oírla, a quienes nos hubiesen preguntado acerca del particular, no les hubiéramos podido responder otra cosa sino que era toda angélica, celestial y perfecta.

Su rostro era naturalmente el más hermoso que verse pudiera; pero, aunque lo hubiéremos visto, no podríamos recordar si lo era o no, y, tampoco, ninguno de sus rasgos, porque era su hermosa alma sin mácula la que miraba por sus ojos, hablaba por su boca, era oída en su voz y la penetraba toda entera; ya caminase, ya estuviese inmóvil, ya estuviese triste, ya sonriese, era su alma sin mácula la que atraía hacia Ella a todos aquellos que poseían algún grado de gracia y algún amor a las cosas santas. Había en todo lo que hacía y decía, en su fisonomía, en su aire, en su continente, una divina harmonía, que encantaba a cuantos podían acercársele. Su inocencia, su modestia, su humildad, su simplicidad, su sinceridad, su rectitud, su olvido de sí misma, su interés natural por todos aquellos a quienes encontraba durante su vida, su pureza, he aquí las virtudes que la hacían tan amable; y si se nos permitiese verla ahora, ni nuestro primero, ni nuestro segundo pensamiento se referirían a su intercesión por nosotros ante su Hijo (aunque esta intercesión nos sea tan útil), sino que nuestra primera impresión sería ésta: “¡Oh! ¡qué hermosa es!”, y la siguiente: “¡Qué odiosas y feas criaturas somos nosotros!”  

John Henry, Cardenal, Newman



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