Santa
María, Madre de la Esperanza
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“El amor es paciente. Todo lo excusa, todo lo cree, todo
lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca” (I Cor. 13, 4a. 7.8ª)
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Santa María, Tú fuiste una de
aquellas almas humildes y grandes en Israel que, como Simeón, esperó “el
consuelo de Israel” (S. Lc. 2, 38) y esperaron, como Ana, “la redención de
Jerusalén” (S. Lc. 2, 38). Tú viviste en contacto íntimo con las Sagradas
Escrituras de Israel, que hablaban de la esperanza, de la promesa hecha a
Abrahán y a su descendencia. Así comprendemos el santo temor que te sobrevino
cuando el Ángel de Dios entró en tu aposento y te dijo que darías a luz a Aquel
que era la Esperanza de Israel y la Esperanza del mundo. Por Ti, por tu “sí”,
la esperanza de milenios debía hacerse realidad, entrar en este mundo y su
historia. Tú te has inclinado ante la grandeza de esta misión y has dicho “sí”:
“Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (S. Lc. 1, 38).
Cuando llena de santa alegría fuiste aprisa por los montes de Judea para
visitar a tu parienta Isabel, te convertiste en la imagen de la futura Iglesia
que, en su seno, lleva la Esperanza del mundo por los montes de la historia.
Pero junto con la alegría que, en tu “Magnificat”, con las palabras y el canto,
has difundido en los siglos, conocidas también las afirmaciones oscuras de los
Profetas sobre el sufrimiento del Siervo de Dios en este mundo. Sobre su
nacimiento en el establo de Belén brilló el resplandor de los Ángeles que
llevaron la buena nueva a los pastores, pero al mismo tiempo se hizo de sobra
palpable la pobreza de Dios en este mundo. El anciano Simeón te habló de la
espada que traspasaría tu Corazón, del signo de contradicción que tu Hijo sería
en este mundo. Cuando comenzó después la actividad pública de Jesús, debiste
quedarte a un lado para que pudiera crecer la nueva familia que Él había venido
a instituir y que se desarrollaría con la aportación de los que hubieran
escuchado y cumplido su palabra. No obstante toda la grandeza y la alegría de
los primeros pasos de la actividad de Jesús, ya en la sinagoga de Nazaret
experimentaste la verdad de aquella palabra sobre el “signo de contradicción”.
Así has visto el poder creciente de la hostilidad y el rechazo que
progresivamente fue creándose en torno a Jesús hasta la hora de la cruz, en la
que viste morir como un fracasado, expuesto al escarnio, entre los delincuentes,
al Salvador del mundo, el heredero de David, el Hijo de Dios. Recibiste
entonces la palabra: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (S. Jn. 19, 26). Después de
la cruz recibiste una nueva misión. A partir de la cruz te convertiste en Madre
de una manera nueva: Madre de todos los que quieren creer en tu Hijo Jesús y
seguirlo. La espada del dolor traspasó tu Corazón. ¿Había muerto la esperanza?
¿Se había quedado el mundo definitivamente sin luz, la vida sin meta?
Probablemente habrás escuchado de nuevo en tu interior en aquella hora la
palabra del Ángel, con la cual respondió a tu temor en el momento de la
Anunciación.: “No temas, María” (S. Lc. 1, 30). ¡Cuántas veces el Señor, tu
Hijo, dijo lo mismo a sus discípulos: no temáis! En la noche del Gólgota, oíste
una vez más estas palabras en tu Corazón. A sus discípulos, antes de la hora de
la traición. Él les dijo: “Tened Vlor: Yo he vencido al mundo” (S. Jn. 14, 33).
“No tiemble vuestro corazón ni se acobarde” (S. Jn. 14, 27) “No temas, María”.
En la hora de Nazaret el Ángel también te dijo: “Su reino no tendrá fin” (S.
Lc. 1, 33) ¿Acaso había terminado antes de empezar? No, junto a la Cruz, según
las palabras de Jesús mismo, te convertiste en Madre de los creyentes. Con esta
fe, que en la oscuridad del Sábado Santo fue también certeza de la esperanza,
te has ido a encontrar con la mañana de Pascua. La alegría de la Resurrección
ha conmovido tu Corazón y te ha unido de modo nuevo a los discípulos,
destinados a convertirse en familia de Jesús mediante la fe. Así, estuviste en
la comunidad de los creyentes que en los días después de la Ascensión oraban
unánimes en espera del don del Espíritu Santo, que recibieron el día de
Pentecostés. El “reino” de Jesús era distinto de como lo habían podido imaginar
los hombres. Este “reino” comenzó en aquella hora y ya nunca tendría fin. Por
eso Tú permaneces con los discípulos como Madre suya, como Madre de la
Esperanza. Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer,
esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar,
brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino.
De la Carta Encíclica “Spe salvi”,
de SS Benedicto XVI, 50
Propuesta de una
flor a la Virgen: Repite a lo largo del día esta jaculatoria: “Madre de la
Esperanza, fortalece nuestra Esperanza”