sábado, 27 de noviembre de 2021

DEVOCIÓN A LA REINA DEL CENÁCULO

 


De la devoción a María, Reina del Cenáculo.-   A devoción a la santísima e inmaculada virgen María es consecuencia rigurosa de la fe en Jesucristo nuestro Salvador. El culto de María fluye del amor a Jesús, su divino hijo.

Porque ¿cómo adorar a Jesucristo sin honrar a quien nos le ha dado? ¿Cómo amar a Jesús sin amar a María, divina y cariñosísima madre suya, a la que tanto amó Él mismo?

La devoción a María es, por tanto, deber filial de todo cristiano.

Grande y universal es su culto en la Iglesia. Cada uno de los misterios de su vida cuenta con una familia que la honra, cada una de sus virtudes tiene discípulos que de ella hacen regla y felicidad de su vida.

Pero entre los misterios de la vida de María hay uno que los resume todos, lo mismo en cuanto a sus enseñanzas que en cuanto a su santidad: es la vida de María en el cenáculo, honrando la vida eucarística de Jesús.

María se quedó en la tierra por espacio de veinticuatro años después de la ascensión de Jesús. El cenáculo donde Jesucristo instituyó la divina Eucaristía y donde fijó su primer sagrario fue su vivienda.

La ocupación habitual de María consistía en adorar a su divino hijo debajo de los velos eucarísticos, en ensalzarle por este don supremo de su amor, en unirse con Él en su estado de anonadamiento y de sacrificio, en orar por la extensión de su reino y por los hijos que tanto le costaron en el Calvario.

Por eso los adoradores deben honrar con un culto especial y hacer que todos honren la vida de adoración de María.

Necesitan un modelo y una madre en el ejercicio de su sublime vocación. Pues la santísima virgen María es su modelo perfecto. Ella fue en la tierra la primera y más perfecta adoradora de Jesús, y con sus adoraciones le dio más gloria que la que le puedan dar todos los ángeles y santos juntos

La divina madre de Jesús, tal es la madre de los adoradores. Jesús crucificado les ha cedido los propios derechos y el propio puesto sobre su corazón maternal tan bueno. El oficio de María es educar a los hijos del calvario, formarles según Jesús su Salvador, hacerles dignos de su amor y trocarles en perfectos adoradores de su adorable persona en el santísimo Sacramento del altar.

Estudien, pues, los adoradores la vida de María en el cenáculo, honren y sirvan a Jesús junto a María, y no tardarán en ser verdaderos y perfectos adoradores.

En el cenáculo la santísima Virgen se ocupa incesantemente en adorar a la sagrada Eucaristía, vive de la vida eucarística de Jesús, y se consagra a la gloria de Jesús y a su reinado eucarístico.

María, Apóstol de la Gloria de Jesús.- En el cenáculo, María se entregaba toda entera a la gloria eucarística de Jesús. Sabía muy bien que era deseo del Padre que la Eucaristía fuera conocida, amada y servida de todos, que el corazón de Jesús sentía necesidad de comunicar a los hombres todos sus dones de gracia y de gloria. Porque la Iglesia fue instituida para darse Jesucristo al mundo como rey y como Dios y para conquistar todas las naciones de la tierra. Por eso todo su deseo era conocer y glorificar a Jesús en el santísimo Sacramento. Su inmenso amor al hijo de sus entrañas necesitaba dilatarse, abnegarse, para así aliviarse algún tanto de la pena que le producía la imposibilidad en que se veía de glorificarle bastante por sí misma.

Por otra parte, los hombres se hicieron hijos suyos en el calvario y ella los amaba con entrañas de madre, queriendo el bien de ellos tanto como el suyo propio. Por eso ardía en deseos de dar a conocer a Jesús en el santísimo Sacramento, de abrasar los corazones en su amor, de ver a todos atados y encadenados a su amable servicio, de formar para Él una guardia eucarística, una corte de fieles y abnegados adoradores.

Para lograr esta gracia, María cumplía una misión perpetua de oración y penitencia a los pies de la adorable Eucaristía, en la cual trataba de la salvación del mundo rescatado por la sangre divina. Con su celo inmenso abarcaba las necesidades de los fieles de todos los tiempos y lugares, que recibirían la herencia de la divina Eucaristía.

Pero el oficio de que más gustaba su alma era orar continuamente para que produjesen mucho fruto las predicaciones y trabajos de los apóstoles y demás miembros del sacerdocio de Jesucristo. Por eso no hay por qué extrañarse al ver que los primeros obreros evangélicos convertían tan fácilmente reinos enteros, pues allá estaba María al pie del trono de misericordia suplicando por ellos a la bondad del Salvador. Predicaba con su oración y con su oración convertía almas. Y como quiera que toda gracia de conversión es fruto de oración y la petición de María no podía ser desestimada, en esta Madre de bondad tenían los apóstoles su mejor auxiliadora.

“Bienaventurado aquel por quien ora María”. Los adoradores participan de la vida y del oficio de oración de María a los pies del santísimo Sacramento, que es ciertamente el oficio más hermoso y el que menos peligros presenta. Es también el más santo, porque es ejercicio de todas las virtudes. Es el más necesario para la Iglesia, que necesita más almas de oración que predicadores, más hombres de penitencia que de elocuencia. Hoy más que nunca hacen falta varones, que, con su propia inmolación, aplaquen la cólera de Dios, irritado por los crímenes siempre crecientes de las naciones. Hacen falta almas que con sus instancias vuelvan a abrir los tesoros de gracia cerrados por la indiferencia general. Hacen falta adoradores verdaderos, esto es, hombres de fuego y de sacrificio. Cuando éstos sean numerosos cerca de su divino jefe, Dios será glorificado y Jesús amado, las sociedades se harán cristianas, serán conquistadas para Jesucristo por el apostolado de la oración eucarística.



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