Me acerco a Ti, Virgen María, con vivo deseo de penetrar en el secreto de tu vida interior, para que Tú seas mi luz y modelo |
A nadie como a María se
entregó Dios tan abundantemente, pero tampoco criatura alguna comprendió como
María la grandeza del “don” divino ni fue como Ella tan fiel depositaria
y adoradora de él. Así nos la presenta Sor Isabel de la Trinidad: “¡Si conocieras el don de Dios!” Pero
hay una criatura que ha conocido este don de Dios y no ha dejado perder de él
ni la más mínima partecita… Es la Virgen fiel, aquella que guardaba todas las
cosas en su corazón… El Padre, inclinándose sobre esta criatura tan bella, tan
desconocedora de su belleza, quiso que fuese en el tiempo la Madre de Aquel
cuyo Padre es Él desde la eternidad. Entonces intervino el Espíritu de Amor,
que preside en todas las obras divinas; la Virgen pronunció su fiat: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”, y se
obró el mayor de los misterios. Al bajar a Ella el Verbo, María quedó para
siempre presa de Dios.
“¡Con qué paz y recogimiento obraba María y se prestaba a todo!”
Aun las acciones más ordinarias estaban en Ella divinizadas, porque en todo
cuanto hacía, permanecía siempre adoradora del don de Dios. Pero esto no le
impedía darse también a la vida exterior, cuando se trataba de ejercitar la
caridad. El Evangelio nos dice cómo María recorrió con gran premura las
montañas de Judea para ir a visitar a su prima Isabel. La inefable visión que contempla
dentro de sí no disminuyó nunca su caridad exterior, porque, dice un autor
piadoso, la contemplación, si tiene por mira… a Dios, lleva en sí la unidad y
no puede perderla nunca.
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