sábado, 12 de julio de 2014

NUESTRO IMITAR A MARÍA

Si nuestro corazón, como el de María, está fuertemente anclado en Dios, nada podrá arrancarlo de su actividad interior, que es buscar, amar al Señor y vivir en su intimidad

Santa Teresa del Niño Jesús, hablando de ciertos sermones sobre la Virgen Santísima, decía que “se la presenta a la Virgen inaccesible, habría que presentarla imitable”. Es verdad que María es inaccesible en los altísimos  privilegios que coronan su maternidad divina, y es justo considerar tales privilegios para admirar, contemplar y alabar las grandezas de nuestra Madre y para enamorarnos más de Ella; pero al mismo tiempo hay que mirar a María en el cuadro concreto de su vida terrena, ambiente humilde y sencillo, que no rompe las líneas de la vida ordinaria común a toda madre de familia. No hay duda que bajo ese aspecto María es verdaderamente imitable. Contemplar las grandezas de María, esforzarnos por imitar sus virtudes, he aquí el programa de todo cristiano. Hemos de considerar especialmente a María como modelo e ideal de las almas de vida interior. Nadie ha comprendido mejor que Ella la profundidad de aquellas palabras de Jesús: “Sólo una cosa es necesaria”, y nadie ha vivido como Ella su significado. Desde el primer instante de su vida María fue toda de Dios y vivió únicamente para Dios; recuérdense los años pasados a la sombra del Templo en el silencio y en la oración; los meses transcurridos en Nazaret íntimamente recogida, en oración continua al Verbo eterno encarnado en su seno; los treinta años vividos en dulce intimidad con Jesús, su Hijo y su Dios; más tarde la vida apostólica de Jesús, su Pasión, donde María, participó plenamente y, finalmente, los años pasados junto a Juan, cuando María, con su oración escondida, era el sostén de la Iglesia que nacía. Aunque cambie el fondo que ambienta sus pasos y su actividad, aunque cambien las circunstancias externas que rodean su existencia, la vida de María sigue inmutable en su sustancia, en la búsqueda íntima y silenciosa de lo “único necesario”, en la unión con Dios solo. El sucederse de los acontecimientos, o su misma actividad exterior no le impiden vivir siempre en esta actitud de continua oración, en que nos la presenta hermosamente San Lucas. “María guardaba todo esto –los misterios del Niños Dios- y lo meditaba en su corazón” (2, 19 y 51).


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