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"Tu natividad, ¡oh Virgen Madre de Dios!, anunció la alegría al mundo entero; porque de ti salió el Sol de justicia, Cristo nuestro Dios" |
Días antes de su
parto, Ana había anunciado a su esposo Joaquín que este suceso se aproximaba.
Envió ella mensajeros a Séforis donde vivía su hermana Maraha, al valle de
Zabulón a casa de María Enué, hermana de Isabel y a Betsaida a la casa de su
sobrina María Salomé para invitarlas a que viniesen a su casa. Vi a Joaquín la víspera del parto de Ana,
enviar numerosos servidores a los parajes en
que pacían sus ganados. Entre las nuevas criadas de Ana, no dejó en casa sino
las indispensables para el servicio; él mismo fue al campo más inmediato.
Joaquín oró por
largo tiempo, escogió los más hermosos corderos, cabritos y bueyes y los envió
al templo como sacrificio de acción de gracias. No volvió a casa sino hasta la
noche.
Las tres
parientas de Ana llegaron al anochecer a la casa de Joaquín. La visitaron en el
cuarto que seguía a la sala principal y la abrazaron. Ana después de anunciarles la proximidad de
su parto, estando de pié entonó con ellas un cántico en éstos o semejantes
términos: “Alabad al Señor Dios; El
ha tenido piedad de su pueblo, ha cumplido la promesa que hizo a Adán en el Paraíso, cuando
le dijo que la descendencia de la mujer aplastaría la cabeza de la serpiente”
Después de ésta
oración de bienvenida, se sirvió a las mujeres una pequeña cena de pan, frutas
y agua mezclada con bálsamo. Ellas
comieron y bebieron de pié y después se fueron a dormir para descansar del
viaje y Ana se quedó de pié y oraba. A
medianoche despertó a sus parientas para que orasen con ella; la siguieron y se
colocaron detrás de una cortina en el sitio del lecho.
Abrió Ana las
puertas de un pequeño nicho cavado en el muro y que encerraba reliquias en una caja.
En ambos lados encendieron luces pero ignoro si eran lámparas. Un escabel
rellenado estaba al pié de esa especie de altarcillo. En el relicario había
cabellos de Sara, por quien Ana conservaba gran veneración, huesos de José que
Moisés trajo de Egipto, cierta cosa de Tobías, quizá algún pedazo de vestido y
el vasito brillante en forma de pera en el cual bebió Abraham cuando lo bendijo
el ángel y que Joaquín había recibido con la bendición. Ahora sé que ésta
bendición era de pan y vino y como un nutrimento o comida sacramental.
Ana se arrodilló
delante del nicho, dos de las mujeres estaban a sus costados y la tercera a sus
espaldas; Ana dijo entonces un cántico y creo que era sobre la zarza de
Moisés. En ese instante una luz
sobrenatural llenó el cuarto y se movía y condensaba en derredor de Ana. Las mujeres cayeron de cara como desvanecidas; la luz tomó en torno de Ana la forma de la zarza de Moisés en el
Horeb, de suerte que no vi más a la esposa de Joaquín. La llama radiaba hacia el interior y de
repente, vi que Ana recibiese en sus brazos a la niña María toda resplandeciente;
la envolvió en su capa, la estrechó contra su seno y enseguida la puso sobre el
escabel ante el relicario y continuó en oración. Entonces oí llorar a la niñita y vi que Ana
sacaba pañales debajo del gran velo que la cubría. Envolvió a la criatura hasta bajo sus
brazos, dejando descubierto pecho, cabeza y brazos, la aparición de la zarza
ardiendo se había disipado.
Las mujeres se
levantaron y quedaron sorprendidas, verdaderamente emocionadas y tomaron a la
recién nacida en sus brazos; ellas lloraban de puro contento. Todas entonaron
un nuevo cántico en acción de gracias y Ana suspendió en el aire a la niña como
para ofrecerla a Dios.
En ese instante vi
de nuevo llenarse de luz el aposento y oí a muchos ángeles que cantaban
“Gloria” y “Aleluya”. Entendí todo lo que decían: Anunciaban que a los 20 días,
la niña recibiría el nombre de María.
Ana entró a su
pieza para acostarse y se puso en la cama.
Las mujeres desnudaron a la niña, la bañaron y la envolvieron de
nuevo. Después de esto, la llevaron a su
madre, cuya cama estaba dispuesta de manera que se podía poner en ella un
canasto descubierto en donde la niña tenía un lugar aparte al lado de su madre.
Las mujeres
llamaron entonces a su padre Joaquín, vino cerca del lecho de Ana, se arrodilló
y derramó abundantes lágrimas sobre la niña; luego la levantó en sus brazos y
entonó un cántico de alabanzas como Zacarías en el nacimiento de Juan.
En ese salmo
habló del santo germen que, puesto por Dios en Abraham, se perpetuó en el pueblo
de Dios con la alianza sellada por la circuncisión y que en ésta niña llegaba
en su última florescencia. Oí además en éste cántico que la palabra del profeta
Isaías: “Una vara saldrá de la raíz de Jessé”, estaba ahora cumplida. Dijo también con mucho fervor y humildad que
ahora moriría él de buena gana.
Beata Ana Catalina Emmerich