martes, 19 de febrero de 2013

LOS FAVORES DE NUESTRA MADRE MARÍA

¡Madre de misericordia, recuérdanos cada día, la Pasión de Jesús!

EL SUEÑO DE MARTA

¡Cuánto había gozado Marta en el festival! Verdad es que estaba fatigadísima y algo calenturienta, porque preciso es ser de bronce para danzar hora tras hora sin sentir cansancio. De vuelta ya a su casa, estaba Marta mirándose y remirándose al espejo sin acertar a quitarse el disfraz.

De pronto se acordó que no había rezado ni poco ni mucho durante aquel día. Claro, ¿quién tiene tiempo de rezar pasándose todo el día entre saraos y danzas? Por aquella vez dispensaría el Sagrado Corazón a su celadora, y la Purísima Virgen a la Hija de María; ya rezaría mucho a la mañana siguiente durante la Misa de doce. Y al ir a acostarse con tales propósitos, alzó los ojos y distraídamente los fijó en una hermosa imagen de la Dolorosa que pendía cerca del lecho; y le pareció ver en la mirada de María reconvención y angustia, y hasta le pareció que una lágrima titilaba en los ojos de la Virgen. 

Agolparon se entonces en su imaginación ideas diversas: pensó en Jesús crucificado, en la muerte, en el baile, en el infierno… Le parecía que la santa imagen se salía del marco para pedirle estrecha cuenta de su proceder en aquel día; y, espantada, se lanzó al lecho sin desvestirse, sin apagar las bujías y, hecha un ovillo, se tapó la cabeza y todo. En medio de su espanto, se preguntaba con temor: “¿Y si me muriese ahora?” Rendida de miedo, sueño y cansancio, se durmió al fin, y soñó. 

Soñó que una voz le decía: “¡Anda, camina!” Y anduvo, anduvo mucho, hasta que rendida se sentó al borde de un camino. 

En esto oyó voces y algazara, cantos y música, y ante ella un tropel de gentes que le decían: “Tú eres de los nuestros, ven con nosotros”. 

-¿A dónde vais? – les preguntó. 

-¡A la eternidad! – Gritaban-; y volvían a sus cantos y piruetas locas. 

Pasaron: dirigió ella su vista a lo lejos del camino y vio un hombre agobiado por una enorme carga. ¡Y era una gran cruz lo que pesaba sobre sus espaldas, y ceñía su cabeza una corona de punzantes espinas! ¡Era Jesús! Jesús que, desde lejos, dirigía a Marta una mirada grave e imponente. Al brillo de aquella tristísima mirada. Marta cayó de hinojos, sin poder apartar su vista del Hombre-Dios. Quiso correr hacia Jesús, mas sus rodillas parecían haber echado raíces. 

Y oyó la voz, triste y dulce a un tiempo, de Jesús que le decía: 

-¡Marta, mira cómo me ponen tus culpas!... 

Y en esto vio en su imaginación, cómo ella, entre la desenfrenada danza de los saraos, tropezando contra la Cruz, hacía caer al Salvador al pasar a su lado. Sintiendo angustia mortal, quiso abalanzarse a levantar a Jesús, pero no pudo moverse… y oyó cerca de sí un ¡ay! que la hizo estremecer. Se volvió y vio a la Virgen de los Dolores que la miraba con ojos de tristeza y distinguió en ella el mismo rostro y manto de aquella Dolorosa del cuadro pendiente junto a su lecho. Y Marta oyó la dolorida voz de la Virgen que le decía entre lágrimas y sollozos: 

-¡Marta! ¡Marta! ¿Qué has hecho de mi Jesús? Desprecia el mundo que te tiene atada y no te deja ir a Jesús; doma tu cuerpo, huye del demonio que te arrastra al infierno; date a la penitencia y a la oración. 

Marta volvió a fijar sus extraviados ojos en Jesús caído, en la Virgen Dolorosa y en aquella Marta que danzaba en los saraos, y dio un grito que la hizo despertar, porque en aquella Marta se vio a sí misma y… negra, hedionda, espantosa, con la fealdad de los condenados. 

Saltó de la cama y cayó de rodillas ante la imagen de la Virgen Dolorosa, sollozando humilde y contrita: 

-¡Virgen de los Dolores, Madre mía, por la sagrada Pasión de tu divino Hijo, por su Cruz, sálvame! 

Y le pareció entonces que la Virgen Dolorosa la miraba compasiva, la acogía con ternura inefable. 

Al día siguiente, la mano del ministro del Altísimo se alzaba sobre la humillada cabeza de la joven, perdonándola en nombre de Dios. 

Y, al recibir luego marta a Jesús Sacramentado en su corazón, deshecha en lágrimas, le prometió no volver a reuniones mundanas, para no renovar con sus culpas los dolores de Jesús y de María. 

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