1º Ante todo, la Asunción
corporal de la Virgen es el complemento de la Inmaculada Concepción. Si el alma no ha sido manchada por el
pecado, tampoco debe serlo el cuerpo; redimida la Virgen en el alma, lo fue
también en el cuerpo; y así le tocaba ser glorificada inmediatamente. Se nos
manifiesta así, en cierto modo, el primitivo plan de Dios, por el que el hombre
habría sido glorificado sin pasar por la corrupción.
2º La plenitud de gracia, que es en María el acompañamiento necesario
de la exención del pecado original, también reclamaba la Asunción. En efecto,
María, por ser la llena de gracia, no debía carecer de nada que se refiera al
orden de la gracia, y por eso tuvo plenitud de virtudes, de dones del Espíritu
Santo y de carismas. Tenía toda gracia. Pero no hay que olvidar que la gracia
sólo encuentra su perfección en la gloria, a la que apunta y a la que prepara;
y por eso, para poseer todo ese orden de la gracia en plenitud, le correspondía
recibir, al término de su vida terrena, la perfección de la gloria, en el
cuerpo y en el alma.
3º Algo similar sucede con su Virginidad Perpetua. Quien nació de
María sin detrimento de su virginidad corporal, quiso también respetar la
integridad corporal de su Madre en el momento de su muerte, no permitiendo que
su cuerpo sufriera corrupción. San Buenaventura afirma:
«Así como Dios preservó a María Santísima de la violación del pudor y de la integridad virginal en la concepción y en el parto, del mismo modo no permitió que su cuerpo se deshiciese en podredumbre y ceniza»
4º ¿Y qué decir de la Maternidad divina de María? El arca que
había contenido a Dios es mucho más incorruptible que el arca que había
contenido las tablas de la ley: la primera sólo fue incorruptible para
significar la incorrupción de la segunda. San Francisco de Sales, dice:
« ¿Quién es el Hijo que, pudiendo, no volvería a llamar a la vida a su propia madre y la llevaría consigo después de la muerte al paraíso?»
5º Finalmente, la colaboración de María con Cristo a
título de nueva Eva reclamaba también su gloriosa Asunción a los cielos:
estando junto a Cristo en toda la línea de la obra redentora, la Virgen debía
acompañarlo en su gloria, después de haberlo acompañado en el dolor y el
sufrimiento. O, dicho de otro modo, después de haber ayudado a Cristo a redimir
a las almas, ahora debía seguir ayudándolo, desde el cielo, en la misión de Mediador,
de Rey, de Abogado ante el Padre. Y así como para lo primero debió María
compartir la pasibilidad del Hijo, para lo segundo debía María compartir la
gloria del Hijo, en el alma pero también en el cuerpo. Desde el siglo primero
–dice el Papa Pío XII en la Bula de definición–
«María Virgen es presentada por los Santos Padres como la nueva Eva, estrechamente unida al nuevo Adán, aunque subordinada a Él, en aquella lucha contra el enemigo infernal que, como fue preanunciado en el Protoevangelio, había terminado con la victoria sobre el pecado y sobre la muerte, siempre unidos en los escritos del Apóstol de las Gentes. Por lo cual, como la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y signo final de esta victoria, así también para María la común lucha debía concluir con la glorificación de su cuerpo virginal; porque, como dice el mismo Apóstol, cuando este cuerpo mortal sea revestido de inmortalidad, entonces sucederá lo que fue escrito, que la muerte fue absorbida en la victoria»
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