Encuentro de Jesús con su Madre.- Los soldados levantan con
brutalidad al divino cautivo que sucumbía, más aún bajo el peso de nuestros
pecados, que bajo el del instrumento de su suplicio. Acaba de reanudar su
marcha vacilante y al punto se encuentra con su Madre llorosa. La mujer fuerte,
cuyo amor maternal es invencible, ha salido al encuentro de su Hijo; quiere
verle, seguirle, unirse a Él hasta que expire. Su dolor está por encima de toda
ponderación humana. Las inquietudes de estos últimos días han agotado sus
fuerzas; todos los sufrimientos de su Hijo le han sido manifestados por
revelación; se ha asociado a ellos y los soporta todos y cada uno en
particular. Sin embargo de eso, no puede permanecer por más tiempo lejos de la
vista de los hombres; el sacrificio avanza en su curso, su consumación se
acerca; es necesario estar con su Hijo y nada podrá detenerla en este momento.
Magdalena está cerca de ella llorosa; Juan, María, madre de Santiago y Salomé
la acompañan también; éstas lloran por su Maestro; mas ella llora por su Hijo.
Jesús la ve y no puede consolarla, pues todo esto no es sino el comienzo de los
dolores. El sentimiento de agonía que experimenta en este momento el corazón de
la más tierna de las madres acaba de oprimir con un nuevo peso el corazón del
más amante de los hijos. Los verdugos no concedieron un momento de espera en la
marcha, en favor de la madre de un condenado; si quiere, puede seguir el
funesto cortejo; sin embargo, el encuentro de Jesús y María en el camino del
calvario señalará para siempre la cuarta estación.
María, nuestra Madre.- Entre tanto María se ha acercado a la cruz
en que está clavado Jesús. Para una madre no hay tinieblas que impidan conocer
a su Hijo. El tumulto se ha apaciguado, desde que el sol ocultó su luz, y los
soldados no ponen obstáculo a esta aproximación. Jesús mira tiernamente a
María, ve su desolación; y el dolor de su corazón que parecía haber llegado a su
más alto grado se acrecienta más aún. Va a abandonar esta vida; y su madre no
puede subir hasta Él, estrecharle entre sus brazos y prodigarle sus últimas
caricias.
De repente, en medio de un
silencio interrumpido sólo por los sollozos, la voz de Jesús muriente resuena
por tercera vez: Dirigiéndose a su Madre: “Mujer, la dice (porque no se atreve
a llamarla su madre, a fin de no revolver la espada en la llaga de su corazón),
mujer, he ahí a tu hijo.” Con esta palabra designaba a Juan. Después
volviéndose a éste añade: “Hijo, he ahí a tu madre.”
Cambio doloroso para el
corazón de María, pero sustitución que asegura para siempre a Juan, y en él a
la raza humana, el beneficio de una madre. Hemos descrito esta escena más
detalladamente en el Viernes de la Semana de Pasión. Hoy, en este aniversario
aceptemos este generoso testamento de nuestro Salvador, que por su Encarnación
nos había procurado la adopción de su Padre Celestial y en este momento nos da
a su propia Madre.
Jesús, bajado de la Cruz.- María tu Madre, permanece al pie de la
cruz; y nada puede separarla de tus restos mortales. Magdalena está atada a tus
pies. Juan y las santas mujeres forman en derredor tuyo un cortejo de
desolación. Adoramos una vez más tu cuerpo sagrado, tu sangre preciosa y tu
cruz que nos ha salvado.
María ha sentido hasta en el
fondo de su alma la punta de esa lanza cruel; los sollozos y las lágrimas se
renuevan en torno suyo. ¿Cómo terminará esta triste jornada? ¿Qué manos
descenderán de la cruz al Cordero que en ella está suspendido? ¿Quién,
finalmente, le devolverá a su Madre?
La Madre de Jesús recibe de
sus manos al Hijo de su ternura; riega con sus lágrimas, recorre con sus besos
las innumerables y crueles llagas de que está cubierto su cuerpo, Juan,
Magdalena y las otras santas mujeres compadecen a la Madre de los dolores; pero
urge el tiempo de embalsamar estos restos inanimados. María estrecha entre sus
brazos una vez más el cuerpo inerte de su amado, que pronto va a ocultarse a
sus miradas, bajo los pliegues del velo y de las vendas.
Nuestra Señora de los Dolores.- El sol está a punto de ponerse y va
a comenzar el gran Sábado con sus severas prescripciones. Magdalena y las otras
mujeres han observado los lugares y la disposición del cuerpo en el sepulcro.
Suspenden sus lamentaciones y descienden apresuradamente hacia Jerusalén. Su
intento es comprar perfumes y prepararlos, a fin de que, terminado el sábado,
puedan volver a la tumba, el Domingo de madrugada, y completar el
embalsamamiento demasiado precipitado del cuerpo de su Maestro. María, después
de saludar por última vez la tumba que encierra el objeto de su ternura, sigue
al cortejo que camina hacia la ciudad. Juan, su hijo de adopción, está junto a
ella. Desde este momento será el custodio de aquella que, sin dejar de ser
Madre de Dios, se hace en él madre de los hombres. Pero, ¡a precio de qué
crueles sufrimientos ha obtenido este nuevo título! ¡Qué herida ha recibido su
corazón en el momento en que la hemos sido confiados! Acompañémosla nosotros
también fielmente durante esas horas crueles, que deberán trascurrir antes que
la Resurrección de Jesús venga a consolar su inmenso dolor.
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