Contémplala cuando hace su
primera entrada en el Templo. Sabe que es la casa de Dios, que no es menos
santa que el cielo, y que no merece menos veneración que éste, puesto que el
Dios del cielo está también allí presente, donde fija su morada como si fuera
un cielo. Persuadiéndose además de que se encuentra ante la mirada de Dios como
los ángeles que están en el cielo empíreo, se conduce en este lugar santo con
un maravilloso respeto, piedad y devoción. Nada de pueril ni infantil veis en Ella;
no observáis más que señales de un profundo recogimiento y de una angelical
modestia. No vuelve la cabeza ni la vista de un lado a otro; a nadie mira, sus
ojos permanecen modestamente bajos. Guarda un profundo silencio, sin hablar a
nadie más que a Dios. Esta divina Niña que está en este Templo, Ella misma es
un verdadero templo, un templo vivo, el templo de la Divinidad, un templo
incomparablemente más augusto y santo que este templo material. Y, sin embargo,
se humilla profundamente, se juzga indignísima de estar en este santo lugar. Y
está siempre en él, no de pie o sentada, sobre cojines de seda, aunque sea
princesa y de sangre real; no levantada en bancos o cátedras, sino de rodillas
sobre el pavimento del Templo o postrando en tierra su rostro para adorar a su
Dios. He aquí algo de su exterior.
Y ¿quién podrá decir lo que pasa en su interior? Todo su espíritu, toda su voluntad, todo su corazón, todas las potencias y afectos de su alma ocúpense en Dios: en amarle, glorificarle, contemplarle, adorarle, en ofrecerse, en darse, en consagrarse y sacrificarse enteramente a su divina Majestad. Le presenta adoraciones y alabanzas más santas y que le son más gratas que todas las que le han sido dadas en este Templo desde cerca de mil años que fue construido. En una palabra, diríais al verla que esto no es una niña, ni una criatura humana, sino un serafín encarnado que ha tomado la forma de niña.
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