Cuando María entra por primera
vez en el Templo, sabe que es la Casa de Dios, no menos santa que el Cielo. No
vuelve la cabeza ni la vista hacia ninguna parte; no mira a nadie, sus ojos
permanecen modestamente bajados. Mantiene un profundo silencio, sin hablar con
nadie más que con Dios.
Todo su espíritu, todo su
corazón, toda su voluntad, todas las potencias y todos los afectos de su alma
se dirigen a Dios para contemplarlo, adorarlo, alabarlo, amarlo, glorificarlo,
para ofrecerse, darse, consagrarse y sacrificarse enteramente a su divina
Majestad. Le dedica las adoraciones y alabanzas más santas, las cuales son más
agradables que todas las que ha recibido en ese Templo, desde que fue
construido hace cerca de mil años.
San Juan Eudes, “La
infancia admirable
de la Santísima
Madre de Dios”
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