sábado, 26 de enero de 2019

NUESTRA MADRE MARÍA Y LA HUMILDAD

Sin la humildad, la misma virginidad de María habría desagradado a Dios

Si te es imposible imitar el candor y la belleza de María —dice San Bernardo— imita al menos su humildad. Una virtud verdaderamente gloriosa es la virginidad, pero no es necesaria como la humildad; la primera nos fue propuesta bajo la forma de una invitación “quien pueda entender que entienda”; la segunda nos fue impuesta como un precepto absoluto: “Si no os hiciereis como niños no entraréis en el reino de los cielos” la virginidad será premiada, pero la humildad no es exigida sin la virginidad podemos salvarnos, pero sin la humildad es imposible la salvación. Sin la humildad, la misma virginidad de María habría desagradado a Dios. Agradó al Señor María por su virginidad; pero llegó a ser madre por su humildad.

Las cualidades y las dotes más hermosas, hasta la penitencia, la pobreza, la virginidad, el apostolado, la misma vida consagrada a Dios, incluso el sacerdocio, son estériles e infecundas sino están acompañadas por una humildad sincera; más aún, sin la humildad pueden ser un peligro para el alma que las posee. Lucifer era casto, pero no era humilde, y el orgullo fue su ruina. Cuanto más encumbrado es el puesto que ocupamos en la viña del Señor, cuanto más elevada es la vida de perfección que  profesamos, cuanto más importante es la misión que Dios nos ha confiado, más necesidad tenemos de vivir fuertemente radicados en la humildad. Así como la maternidad de María fue el fruto de su humildad –humilitate concepit-, del mismo modo la fecundidad de nuestra vida interior, de nuestro apostolado, dependerá y estará en proporción con la humildad.

En efecto, sólo Dios puede realizar en nosotros y por medio de nosotros obras maravillosas, pero no las hará si no nos ve sincera y profundamente humildes. Sólo la humildad  es el terreno fértil y apto para que fructifiquen los dones del Señor; por otra parte siempre será la humildad quien haga descender sobre nosotros la gracia y los favores de Dios. «No hay nada —dice Santa Teresa— que así le haga rendir como la humildad; ésta le trajo del cielo en las entrañas de la Virgen» (Camino, 16, 2)



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