miércoles, 29 de agosto de 2018

LA HUMILDAD DE MARÍA

¡Oh María, la más humilde entre todas las criaturas! Haz humilde mi corazón

«No es difícil —dice San Bernardo— ser humildes en el silencio de una vida oscura, pero es raro y verdaderamente hermoso conservarse tales en medio de los honores» María Santísima fue ciertamente la mujer más honrada por el Señor, la más elevada las criaturas, y sin embargo, ninguna se ha rebajado y humillado tanto como ella. Se diría que parece existir una porfía entre Dios y María: cuanto más la ensalza Dios más se oculta María en su humildad. El ángel la saluda «llena de gracia» y María se «turba» (Lc 1, 28-29). Explica San Alfonso: «Se turbó porque, siendo tan humilde, aborrecía toda alabanza propia y deseaba que solo Dios fuese alabado». El ángel le revela la sublime misión que le ha confiado el altísimo y María se declara «esclava del Señor» (Ib, 38). Su mirada no se detiene ofuscada en el honor inmenso que redundará en su persona por haber sido escogida entre todas las mujeres para ser Madre del Hijo de Dios; sino que contempla extasiada el misterio infinito de un Dios que quiere encarnarse en el seno de una pobre criatura. Si Dios quiere descender a tal profundidad como es hacerse hijo suyo, ¿hasta dónde tendrá que descender y abajarse su pobre esclava? Cuanto más comprende la grandeza del misterio, la inmensidad del don más se humilla, ocultándose en su nada. Idéntica actitud sorprendemos en la Virgen cuando Isabel la saluda: «bendita -entre todas las mujeres» (Ib. 42, 18). María no se extraña al oír estas palabras porque ya es Madre de Dios, sin  embargo, queda fija y como clavada en su profunda humildad: todo lo atribuye al Señor, cuya misericordia ensalza, confesando la bondad con que «ha mirado la bajeza de su esclava» (ib. 48). Dios ha obrado en ella a cosas: lo sabe, lo reconoce, pero en lugar de gloriarse en su grandeza. Todo lo dirige profundamente a la gloria de Dios. Con razón exclama San Bernardo: «Así como ninguna criatura después del Hijo de Dios ha sido elevada a una dignidad y gracia iguales a María, del mismo modo ninguna ha descendido tanto en el abismo de la humildad». Este debe ser el efecto que deben producir en nosotros las gracias y los favores divinos: hacernos siempre más humildes, siempre más conscientes de nuestra nada.



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