“… E Isabel, en voz alta,
exclamó: Bendita Tú entre todas las mujeres y benditos el fruto de tu seno. Y
¿de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí?” Iluminada interiormente por
el Espíritu Santo, Isabel reconoce en su joven prima a la Madre de Dios y,
conmovida, prorrumpe en acentos de alabanza y admiración. María no protesta;
escucha con sencillez, porque sabe muy bien
que esas palabras de encomio no le conciernen tanto a Ella cuanto al
Omnipotente que en Ella ha obrado cosas grandes, y al punto, de su corazón
humilladísimo todas las alabanzas de Isabel rebotan a Dios con movimiento
espontáneo y rapidísimo: Tú, Isabel, ensalzas a la Madre del Señor –dice la
Virgen-, pero “mi alma ensalza al Señor”. Tú afirmas que a mi voz tu hijo ha
exultado de alegría en tu seno, pero “mi
espíritu exulta en Dios, mi Salvador…”. Tú proclamas feliz a la que ha creído,
pero el motivo de su fe y de su felicidad es la mirada que la bondad divina la
ha dirigido, Sí, “todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque
Dios ha puesto su mirada en la bajeza de su sierva” (San Bernardo). Esta
hermosa paráfrasis del Magníficat nos permite captar al vivo las emociones del
espíritu de María: se hunde en la humilde confesión de su propia nada, toca,
por así decirlo, el fondo de su bajeza y luego, cuando más bajo ha descendido,
se eleva tanto más alto, se eleva a Dios, no temiendo reconocer y alabar las
cosas grandes que Él en Ella ha realizado, precisamente porque ve con toda
claridad que esto es puro don suyo.
Si frente a tus éxito, a las
alabanzas y a al aplauso de las criaturas, si ante las gracias que Dios te concede
eres todavía capaz de vana complacencia, es precisamente porque no has tocado
aún, como María, el fondo de tu bajeza, no te has hundido bastante en la
consideración de tu nada, no te has convencido aun prácticamente de tu radical
insuficiencia, impotencia, miseria y debilidad. Pide a María la gracia de
introducirte en este conocimiento claro y práctico de tu nada. No te hagas
ilusiones; el camino para arriba a esa meta, reservado a ti, que has heredado
de Adán el germen del orgullo, es un camino áspero y duro: el camino de las
humillaciones. Pero María es Madre; y si Ella te acompaña, con su ayuda se hará
todo más fácil y suave.
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