martes, 28 de marzo de 2017

ORACIÓN A LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA PARA OBTENER EL CONSUELO

No pido cosas difíciles o imposibles, sino sólo esta: dime una palabra de íntimo aliento, que me dé gozo y alegría

Misericordiosísima María, Madre de Dios, recibe a tu siervo que se dirige a Ti en cada tribulación. Purísima Virgen, recíbeme como al único que no tiene quien lo consuele. ¡Oh Señora mía!, fíjate en mi aflicción y ábreme el seno de tu Misericordia. Heme aquí: yo llamo, grito, pido y adoro.

No me aparto, ni te dejo. Permaneceré siempre a tu lado, hasta que te compadezcas de mí. Conozco tu incomparable dulzura y el maternal afecto de tu Corazón, tan ardoroso por la abundancia del divino amor, que resulta inconcebible el temor de que llegue a faltar tu consuelo.

Yo acudo a Ti con mucha frecuencia y con gran esperanza, para merecer siempre ser favorecido por tu auxilio y reanimado por el aliento de tus palabras, tanto si los asuntos me marchan bien como si me marchan mal. Si Tú nos ofreces tus consuelos, ¿qué tristeza puede tener lugar en el corazón?, ¿cómo el enemigo podría dañar al que siempre puede recurrir a ti?

¡Oh Madre tan benigna!, presta oídos a mis plegarias; ofréceme, ¡oh Virgen!, tu jarro y dame un poco a beber. De la sobreabundancia de gracia que hay en Ti hasta rebasar, derrama sobre mí un pequeño consuelo. Me es muy necesario en este momento y siempre viene bien, ni me desagradaría aunque fuese pequeño, puesto que una sola gota, escurrida de tu rostro a mis labios, es tan eficaz e importante que, en comparación, es vil e inútil cualquier elemento agradable de esta vida.

Por eso, ¡muy amada María!, rica y generosa en dones, admirablemente suave en tus expresiones de gracia, confórtame con tus amonestaciones, Tú, en cuyo seno virginal habitó la Suma Sabiduría, el Espíritu Santo desde el principio te consagró, el ángel te custodió, el arcángel te instruyó y el poder del Altísimo te cubrió con su sombra. Di solamente una palabra y mi alma será consolada.

No pido cosas difíciles o imposibles, sino sólo esta: dime una palabra de íntimo aliento, que me dé gozo y alegría. Acudo a Ti en la necesidad; recíbeme, pues, con rostro benigno. Tu servidor sabrá que ha hallado gracia ante Ti, si le concedes algo amorosamente; Esto es, si no te demoras mucho en otorgarle el consuelo que implora de Ti.

Carísima María, ven con tu dulce presencia a visitar mi corazón en sus tribulaciones, ya que sabes tan bien mitigar sus dolores y reconducirlos a una atmósfera de paz. Ven, piadosísima Señora, con una nueva gracia de Cristo, y con tu santa diestra levanta a tu servidor. Ven, elegida Madre de Dios, y muéstrame la bien conocida amplitud de tu misericordia, ya que, como lo ves, me encuentro mal parado; pero no me he olvidado ni me olvidaré jamás de ti. Ven, pues; ven, mi esperanza y mi dicha, ¡Virgen María!, porque si Tú vienes y me hablas, vendrán a mí todos los bienes; y, en cambio, todos los males se mantendrán alejados.

Qué deseable, qué importante y qué gozoso será para mí escuchar las palabras de la Madre de mi Señor Jesucristo. ¿Cuáles palabras? Palabras benignas, muy dulces y amistosas, como las que oyó el apóstol Juan de boca de su amado Maestro, tu Hijo, al decir: "Aquí tienes a tu Madre". Él lo oyó de labios de su Señor, pero yo deseo escucharlo de los tuyos, ¡Señora mía!, en mi espíritu y en mi mente devota. Dime, entonces: "Aquí tienes a tu Madre; heme aquí, soy yo".

Que, al sonido de esta tu dulcísima voz, mi alma se conforte y se regocije en tu presencia, como suele regocijarse un hijo que ha encontrado a su madre.

Que penetre, que penetre esta voz amiga en los oídos de mi corazón; y que a través de las suaves palabras de tu boca se me transmita al mismo tiempo algún consuelo sobrenatural del Espíritu Santo. Asuma mi corazón nueva confianza; aléjese el temor; no me turbe después la ambigüedad; no me atormente la desesperación con sus diversas tentaciones, pero fortalézcanme las palabras que he rogado escuchar de Ti y confiarlas con más atención a mi corazón.

"He aquí a tu Madre". Abraza, pues, alma mía, esta recomendación. Abraza a la dulcísima María, abraza a la Madre de Dios con su Niño Jesús, el más hermoso entre los hombres; agradécele siempre, porque es ella quien escucha las oraciones de los pobres y no permite que se marche sin consuelo ninguno de los que delante de ella vio rezar con perseverancia. Esta es la Virgen María, Madre de Dios, la mística vara que, brotada de estirpe real, alumbró al almendro de la flor divina, Jesucristo, Rey y Salvador de todos, al que debemos tributar honor y gloria por los siglos.

Del libro "Imitación de María"
del Beato Tomás de Kempis




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