viernes, 18 de marzo de 2016

MARÍA Y LA AGONÍA DEL HUERTO

Después mira a lo lejos, en la casa de Betania, o en el mismo Cenáculo, una escena semejante. La Santísima Virgen también ha caído postrada en oración; su corazón late al unísono con el de su Hijo y no puede hacer otra cosa que lo que Él hace

La oración. –Llegado al huerto, Jesús deja a sus apóstoles y se retira Él solo a una cueva a hacer oración. Todo el peso de aquella negra y triste noche cae sobre Él. Mírale postrado en tierra, caído y abrumado con una carga que no puede soportar. Son los pecados de todos los hombres. ¡Son los tuyos! ¡Cuánto pesan sobre Jesús! Y le producen una angustia que va creciendo cada vez más y más, hasta convertirse en verdadera agonía. ¡Qué lucha la que se entable en su Corazón! Mírale bien y trata de penetrar algo siquiera en sus horribles sufrimientos.

Después mira a lo lejos, en la casa de Betania, o en el mismo Cenáculo, una escena semejante. La Santísima Virgen también ha caído postrada en oración; su corazón late al unísono con el de su Hijo y no puede hacer otra cosa que lo que Él hace. ¡Qué noche más espantosa! ¡Qué largas se hacen sus horas! No es posible dormir, ni intentar siquiera descansar, es noche de luchas y agonías, es noche de oración. ¡Qué oración más fervorosa, más tierna, más llena de amor para con nosotros la de María!

No pide al Padre Eterno que perdone a su Hijo, ni rehúsa el Cáliz del sufrimiento, pide tan solo el cumplimiento de su voluntad, que Ella acepta aunque sea tan penosa. Pide para el mundo perdón, pide por todos y cada uno de nosotros, pide que aquellos sufrimientos de su Hijo, que ya han empezado, no sean inútiles para las almas, que sepamos aprovechar de su Pasión y de su muerte y de las grandes gracias que con ella nos mereciera.

Y Jesús sigue agonizando, ya su Corazón no resiste tanto dolor y se expansiona lanzando con violencia la Sangre al exterior. Su sudor frio y abundante de agonía, se convierte ahora en sudor de Sangre, ¡Sangre Divina!, que corre en abundancia por su cuerpo, empapa sus vestidos y llega hasta la tierra.

Contempla a los Ángeles del Cielo atónitos ante esta escena, pero, sobre todo, mira a María. Ella también lo ve, adivina a su Hijo cadavérico, a punto de morir de amargura y de dolor y derramando a fuerza de sufrimientos, la primera sangre de la Pasión. ¿Qué haría la Santísima Virgen? En medio de su pena de Madre, reconoce en aquella Sangre, la Sangre de un Dios y corre a recogerla devotamente, a besarla, a adorarla, a empaparse en ella. Ella es la primera que se aprovecha de aquella Divina Sangre. Todo lo que ha recibido, su Pureza Inmaculada, la plenitud de su gracia, su inmensa Santidad, todo ha sido en virtud de esta Santidad Divina.

Los Apóstoles duermen en la oración. María no duerme, no desperdicia estos momentos tan provechosos, no abandona a su Jesús ni un instante. Podrá quejarse de que en su agonía ninguno de sus predilectos discípulos le acompañó, pero no así su Madre. Desde su retiro, sigue paso por paso el desarrollo de esta escena, y toma parte en la amargura de Jesús, bebiendo con Él el cáliz del dolor.



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