domingo, 4 de octubre de 2015

SÚPLICA PARA EL MEDIODÍA DEL 8 DE MAYO Y EL PRIMER DOMINGO DE OCTUBRE

¡oh María del Rosario del Valle de Pompeya, oh querida Madre nuestra, oh único refugio de los pecadores, oh soberana consoladora de los afligidos! 

¡Oh Augusta Reina de las Victorias, oh Soberana del Paraíso!, a cuyo poderoso nombre se alegran los cielos y tiemblan de espanto los abismos, ¡oh Reina gloriosa del Santísimo Rosario!, todos nosotros, dichosos hijos vuestros, a quienes vuestra bondad eligió en este siglo para levantaros un Templo en Pompeya, postrados a vuestros pies, en este día solemnísimo de la fiesta de vuestros triunfos en la tierra sobre los ídolos y sobre los demonios, derramamos con lágrimas los afectos de nuestro corazón y con la confianza de hijos os exponemos nuestras miserias.

¡Ah!, desde este Trono de clemencia donde estáis sentada como Reina, volved, ¡oh María!, vuestra mirada hacia nosotros, hacia nuestras familias, hacia España, hacia Europa, hacia toda la Iglesia, y compadeceos de los afanes que nos agitan y de los trabajos que nos amargan la vida. Mirad, ¡oh Madre!, cuántos peligros de alma y cuerpo nos rodean, cuántas calamidades y aflicciones nos oprimen, ¡oh Madre!, detened el brazo de la justicia de vuestro Hijo indignado, y venced, con la clemencia, el corazón de los pecadores: son nuestros hermanos y vuestros hijos, que costaron Sangre al dulce Jesús y atravesaron con un cuchillo vuestro sensibilísimo Corazón. Mostros hoy a todos según sois, ¡Reina de la paz y del perdón!

Dios te salve, Reina y Madre…

Es verdad, es verdad que nosotros, aunque hijos vuestros, somos los primeros en crucificar a Jesús con nuestros pecados y en atravesar nuevamente vuestro Corazón. Sí, lo confesamos, somos merecedores de los más duros castigos. Más acordaros de que Vos en la cima del Gólgota recogisteis la última gota de aquella Sangre Divina y el último testamento del Redentor moribundo. Y aquel testamento de un Dios, sellado con la Sangre de un Hombre-Dios, os declara Madre nuestra, Madre de los pecadores. Vos, pues, como Madre nuestra, sed nuestra Abogada y nuestra Esperanza; y nosotros, gimiendo, tendemos a Vos las manos suplicantes, clamando: ¡misericordia!

¡Oh buena Madre!, tened piedad: tened piedad de nosotros, de nuestras almas, de nuestras familias, de nuestros parientes, de nuestros amigos, de nuestros hermanos difuntos, y, sobre todo, de nuestros enemigos y de tantos que se llaman cristianos y dejan lacerado el corazón amable de vuestro Hijo. Piedad, ¡ah! Piedad os imploramos hoy por las naciones extraviadas, por Europa, por todo el mundo, para que vuelva arrepentido a vuestro Corazón. Misericordia para todos, ¡oh Madre de misericordia!

Dios te salve, Reina y Madre…

¿Qué os cuesta, ¡oh María!, escucharnos? ¿Qué os cuesta salvarnos? ¿No ha puesto Jesús en vuestras manos todos los tesoros de su gracia y de su misericordia? Vos, coronada como Reina, estáis sentada a la diestra de vuestro Hijo, circundada de gloria inmortal sobre todos los coros de los ángeles. Vos extendéis vuestro dominio por dondequiera se extienden los cielos y a Vos están sujetas la tierra y todas las criaturas que en ellas habitan. Vuestro dominio llega hasta el infierno, ¡oh María!, y Vos nos habéis arrancado de las manos de Satanás. Vos sois la omnipotencia por la gracia; luego Vos podéis salvarnos. Y si decís que no queréis ayudarnos, porque somos hijos ingratos y no merecemos vuestra protección, decidnos al menos, a quién hemos de acudir para ser liberados de tantos azotes. ¡Ah!, no. Vuestro Corazón de Madre no sufrirá vernos a nosotros, hijos vuestros, perdidos. El Niño que vemos sobre vuestras rodillas y los místicos rosarios que admiramos en vuestra mano, nos inspiran la confianza de que seremos escuchados. Y nosotros, confiados plenamente en Vos, nos arrojamos a vuestros pies y nos abandonamos como débiles hijos en brazos más tierna entre las madres, y hoy mismo, hoy, esperamos de Vos la suspirada gracia.

Dios te salve, Reina y Madre…

Pidamos la bendición a María.

Una última gracia os pedimos, ¡oh Reina!, que no nos podéis negar en este solemne día. Concedednos a todos vuestros hijos constante amor y de un modo especial, vuestra maternal bendición. No nos levantaremos hoy de vuestros pies, no nos separaremos de vuestras rodillas, hasta que no hayáis bendecido. Bendecid, ¡oh María!, en estos momentos al Sumo Pontífice. A los antiguos laureles de vuestra corona, a los antiguos triunfos de vuestros Rosarios, por los que sois llamada Reina de las victorias, ¡ah!, añadid también éste, ¡oh Madre!; conceded el triunfo a la religión, y la paz a la humana sociedad. Bendecid a nuestro Obispo, a los sacerdotes, y sobre todo, a aquellos que son celosos del honor de vuestro santuario. Bendecid, finalmente, a todos los asociados a vuestro templo de Pompeya y a cuantos cultivan y promueven la devoción a vuestro Santísimo Rosario.

¡Oh Bendito Rosario de María!, dulce cadena que nos sujeta a Dios, vínculo de amor que nos une a los ángeles, torre de salvación contra los ataque del infierno, puerto seguro en el común naufragio, no os dejaremos jamás. Vos nos confortaréis en la hora de la agonía y para Vos será el último beso de la vida al extinguirse. Y el último acento de los mortecinos labios serán vuestro suave nombre, ¡oh María del Rosario del Valle de Pompeya, oh querida Madre nuestra, oh único refugio de los pecadores, oh soberana consoladora de los afligidos! Sed en todas partes bendecida, hoy y siempre, en la tierra y en el cielo. Así sea

Dios te salve, Reina y Madre…

Indulgencia de siete años.
Indulgencia plenaria, en las condiciones de costumbre (Breve, 20 jul. 1925; S. Pen. Ap., 18 mar. 1932)


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