lunes, 19 de mayo de 2014

HISTORIA PARA NIÑOS... ¿O ADULTOS LLENOS DE FE?

EL MILAGRO DE LA MINA

En una región montañosa, en tierras europeas, se erguía un suntuoso castillo, cuya fachada, adornada con magníficos escudos y florones, bien representaba la riqueza de virtudes de los que allí residían. Era la propiedad del bondadoso duque Gregorio, a quien el pueblo lo quería mucho, no sólo por su rectitud y la justicia con que gobernaba el lugar, sino también por su robusta fe, su leal caridad y su enorme amor a la Soberana del universo, María Santísima.

La advocación por la cual sentía una devoción especial era la de Reina de los Ángeles, de la que poseía una atrayente imagen de alabastro, colocada a la entras de su castillo. Era de una belleza indescriptible e incluso a veces parecía estar viva, dada su gran expresividad. Al llegar o salir de la residencia,  el noble señor siempre le hacía una venia, saludando a la Virgen celestial, y si había algún caso difícil de resolver hacía allí se dirigía, a fin de pedirle consejos y luces, y actuar según el agrado de su Divino Hijo.

El duque Gregorio y su esposa, la duquesa Ana Clara, a menudo organizaban fiestas en honor a la Madre de Dios, no sólo para aumentar el amor que ellos le tenían, sino también para inculcarlo en sus súbditos. El evento comenzaba con una Misa Solemne y a continuación era ofrecido un generoso banquete con deliciosas iguarias, ideado por la misma duquesa, que insistía en acompañar personalmente la labor culinaria, así como se esmeraba en la decoración de los salones, iluminándolos con velas de colores y flores perfumadas, cuidadosamente arregladas en estupendos jarrones de cristal.

Un día de octubre, cuando el viento del noroeste se había vuelto más intenso y las hojas de los árboles empezaban a caer en cantidad, el duque quiso visitar las famosas minas de oro de la región, acompañado por sus valientes caballeros que montaban briosos corceles, enjaezados con elegancia. Las lluvias otoñales habían encharcado tanto la tierra que al paso del fuerte galopar de los animales iba cediendo con facilidad.

Al llegar a la primera mina, se bajaron de sus monturas y entraron en una de las galerías para apreciar el intenso trabajo de los mineros. No habían pasado ni cinco minutos, cuando oyeron un terrible estruendo… Antes que lograran alcanzar la salida se hizo una enorme oscuridad. Unos gritaron, hubo varios encontronazos y se armó un tremendo alboroto.

Entonces se oyó la sonora voz del duque invocando a la Reina de los Ángeles y se estableció el silencio. Todos respondieron a la jaculatoria y, más tranquilos, pudieron averiguar lo que había pasado: una parte de la montaña se derrumbó y cerró el acceso a la galería. Se habían quedado prisiones irremediablemente. No se podía hacer nada… ¿Nada? ¡Claro que sí! Invocaron la protección de la Virgen, prometiéndole que harían una peregrinación hasta el monasterio de las Clarisas, que estaba a varios kilómetros de distancia desde el castillo, si los salvaba. Con toda confianza empezaron a rezar y a cantar en alabanza a Jesús y su Madre.

Al tener conocimiento del terrible derrumbamiento, muchos se afligieron y los dieron por muertos. Sin embargo, la duquesa no perdió la calma, pues sabía a quién recurrir: a la misma Madre que en aquel momento era invocada con fervor por las víctimas del accidente. Y la primera providencia que tomó fue buscar al capellán del castillo para pedirle que celebrase una Misa para que fuesen encontrados sanos y salvos. A continuación, ordenó que comenzaran la búsqueda en la mina.

Mientras tanto, una virtuosa religiosa del monasterio de las Clarisas, que no sabía nada del accidente, estando en oración recibió una revelación sobre el sitio  exacto donde se encontraban los supervivientes, así como  las medidas a ser tomadas para rescatarlos cuanto antes.

La buena religiosa buscó a su superiora, que enseguida notó que se trataba de una gracia mística, y las dos fueron hasta el castillo para trasmitirle a la joven dama el recado de la Reina de los Ángeles. La noble señora las recibió con mucha deferencia, porque ese monasterio gozaba de su especial protección, ya que en el Bautismo había recibido el nombre de la Santa fundadora de esa Orden y tenía por ella gran devoción.

Al oír el mensaje, la duquesa decidió ir ella misma hasta el lugar, acompañada por las religiosas, y les fueron indicando a los obreros donde debían escavar.


Después de haber transcurrido algunos días, empezaron a oír unas voces que cantaban vigorosamente la “Salve”. Se apresuraron con la excavación y en poco tiempo hallaron al duque y a toda su comitiva. Pero lo más impresionante fue que estaban contentos, con una fisonomía saludable e incluso parecían luminosos, a pesar de no haber visto el sol desde hacía varios días.

Una vez finalizado el rescate, en medio de la alegría general, le preguntaron al duque cómo era posible que estuvieran en tan buen estado, después de haber permanecido tanto tiempo enterrados. Respondió, con vehemente entusiasmo, que todo se lo debían a María Santísima, porque Ella, en su inconmensurable bondad, no los había abandonado ni un solo instante. Poco después del derrumbamiento, descubrieron un almacén con alimentos suficientes como para mantenerlos durante algunas semanas… Y esto había ocurrido en el exacto momento  en el que se estaba celebrando la Santa Misa en el castillo.

Llenos de asombro, manifestaron su gratitud a Dios y a su Madre Santísima, y cuando pasaron algunos días, fieles a la promesa que le hicieron a la Gloriosa Virgen, fueron en peregrinación hasta el monasterio de las Clarisas. Todavía en acción de gracias, el duque organizó una maravillosa fiesta –cuya apertura fue, por supuesto, una Misa- y ofreció un estupendo banquete a todo el pueblo.

Hna. María Teresa dos Santos Lubián, EP

Fuente revista "Heraldos del Evangelio", número 126, enero 214


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