Los asombrosos frutos de una sencilla devoción |
ESPERABA UN SACERDOTE...
En un país situado detrás del «telón de acero», en el
que, en los primeros meses del año 1968, se recrudeció la persecución
religiosa, uno de los Obispos allí radicados recibió una misiva comunicándole
confidencialmente que se preparaba un atentado contra su vida, por lo cual
debía huir sin pérdida de tiempo y ocultarse.
Obedeciendo la consigna recibida, el aludido señor Obispo
salió de su residencia vestido de aldeano y huyó a campo traviesa, caminando
durante todo un día, alcanzándole la noche, divisando una amplia vega.
Aprovechando la oscuridad, se aproximó a una casa que vio
poco distante y pidió a sus habitantes le permitiesen descansar unas horas
sentado en una silla.
Los ocupantes de la casa -un matrimonio con varios hijos
pequeños- acogieron la petición de hospedaje del que consideraron labriego
viajero, pero no sólo le ofrecieron silla, sino que le hicieron cenar con ellos
y luego le acomodaron en una habitación con buena cama.
Durante la cena, como notase el huésped gran preocupación
y visible tristeza en el matrimonio, no pudo silenciar su observación y
preguntó el motivo de tal inquietud y congoja; informándosele entonces de que
el anciano padre de uno de ellos no había podido sentarse a la mesa porque
estaba enfermo de mucha gravedad desde hacía unos días, y aunque le insistían
cariñosamente para que hiciera conveniente preparación para la muerte, por si
el momento de ésta sobreviniera, él les contestaba que todavía no iba a
morirse, y, por tanto, no se preparaba...
Hubo unos breves comentarios del caso, pero ninguno se
atrevió a hacer mención del aspecto religioso del asunto.
Retirados a descansar todos y transcurrida la noche, se
dispuso el visitante y huésped a proseguir su camino; y al despedirse y dar
gracias a quienes con tanta amabilidad le habían tratado, preguntó si le
permitían saludar al viejecito enfermo, para comprobar el estado actual de su
dolencia, a lo que, gustosamente, se accedió y le acompañaron.
Una vez el labriego junto al anciano, y luego de una
corta conversación afectuosa, éste último, adoptando un gesto y tono decidido,
dijo: «Mire usted, yo sé que estoy muy malo y que ya no me restableceré; pero,
también sé que por ahora no moriré».
Al oírle hablar tan seguro, todos sonrieron al enfermo. Y
ante aquellas sonrisas, añadió éste: «Se ríen porque he dicho que tengo la
seguridad de que no voy a morir por ahora... Pues bien; lo repito. ¿Y sabe
usted por qué?... Mire, yo no sé quién es usted, ni cómo piensa, pero como en
la situación en que estoy ya no temo a nadie, le voy a decir la verdad: Mi
seguridad se apoya en que soy católico; los años de persecución religiosa no me
han quitado la fe; y todos los días he rezado, y rezo, las Tres Avemarías,
pidiéndole a la Virgen María que, a la hora de la muerte, esté asistido por un
sacerdote que prepare mi alma para el tránsito, y usted comprenderá que
habiéndole rogado tantas veces a la Santísima Virgen eso, la Virgen no
consentirá que yo muera sin un sacerdote a mi lado; y como no lo tengo, por eso
estoy tan seguro de que por ahora no me muero».
Emocionado el labriego por aquella declaración del
ancianito, le tomó la mano y le dijo: «Esa gran fe que ha conservado, y esa
súplica diaria a la Madre de Dios, rezándole las tres Avemarías, han atraído el
favor del Cielo y ha sido la Providencia la que me dirigió hasta aquí... No es
un sacerdote lo que la Virgen le manda, sino a su Obispo de usted... Porque yo
soy el Obispo de esta Diócesis, que va hacia el exilio».
La impresión, y al propio tiempo el gozo, del anciano y
sus hijos fue enorme. Tan grande, que no sabían cómo expresar su asombro y su
reverencia...
Seguidamente, el señor Obispo ofició la Santa Misa en la
habitación del enfermo, y les dio a todos la comunión; dejando al viejecito
espiritualmente dispuesto para emprender su postrer viaje con término en el
Cielo...
Viaje que tuvo lugar dos días después de aquella Misa
excepcional.
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