Era ya tarde cuando José y María llegaron a la puerta de la
gruta. Ella le dijo a José: “Seguramente que la voluntad de Dios es que entremos aquí”. José puso el asno bajo la especie de techo
que había delante de la entrada del subterráneo; preparó un asiento para la Santa
Virgen y ella se sentó, mientras José se proporcionaba luz y entraba en la gruta.
La entrada estaba obstruida por manojos de paja y por esteras puestas junto a las
paredes. Fijó en la pared una lámpara encendida e hizo entrar a María quien se colocó
en el lecho que él había dispuesto con frazadas y algunos paquetes. Se excusó humildemente
de no haber podido proporcionarle un mejor albergue; pero María se hallaba interiormente
contenta y gozosa.
Cuando la Virgen estuvo acomodada, salió José con su odre
que llevaba consigo y se fue a la pradera donde corría un pequeño arroyo, lo llenó
de agua y lo llevó a la gruta. Enseguida fue a la ciudad donde consiguió platos
y carbón. La Santa Virgen pasó el día siguiente en la gruta del pesebre orando y
meditando con gran fervor. Yo los vi comer alimentos preparados en los días
precedentes y orar juntos.
Él fue nuevamente a Belén antes de concluir el sábado para
comprar otros objetos necesarios y frutas que llevó a la gruta del pesebre. Cuando
José volvió, dirigió una mirada a la Santa Virgen sin entrar en su cuarto y la vio
orando de rodillas sobre su cama; ella miraba al oriente y tenía vueltas sus espaldas
a la entrada. Le pareció que la veía envuelta en llamas y que toda la gruta se hallaba
esclarecida por la luz sobrenatural. Del modo que Moisés cuando vio que ardía la
zarza. José se sobrecogió de terror, entró en su pieza y se prosternó con el rostro
en tierra. Vi que la luz que rodeaba a la Santa Virgen, se hacía cada vez más viva
y refulgente; no se notaba la de la lámpara que José había encendido. María con
su ancho vestido sin ceñidor, estaba de rodillas sobre la cama y con la cara vuelta
al oriente. A la medianoche ella fue arrebatada en éxtasis y la vi elevarse de
la tierra a cierta altura con las manos cruzadas sobre el pecho. El resplandor
aumentaba en torno de ella y parecía que todas las cosas, aún los seres inanimados,
se sentían movidos de singular alborozo. La roca que formaba el suelo y atrio de
la gruta, como que se movía por el reflejo de la luz. Pero bien pronto no vi más
que la bóveda. Una vía luminosa cuyo brillo aumentaba sin cesar, se elevaba de María
hasta lo más alto del cielo. Había en eso un maravilloso movimiento de celestiales
resplandores que, acercándose más y más, se manifestaron distintamente bajo la forma
de coros angélicos. La Santa Virgen oraba y bajaba los ojos sobre su Dios, de quien
había venido a ser Madre, y qué débil niño recién nacido estaba recostado ante ella.
Vi a Nuestro Señor como un párvulo luminoso, cuyo brillo eclipsaba el esplendor
de todo el contorno, acostado sobre el cobertor entre las rodillas de la Santa Virgen.
La Santa Virgen permaneció algún tiempo en éxtasis y después la vi poner un
lienzo sobre el niño, pero no lo tomó en sus brazos ni le tocó. Después de cierto
intervalo, vi moverse al Niño Jesús y oí que lloraba y parece que María recobró
el uso de sus sentidos. Cogió al Niño, lo envolvió en el lienzo que le había puesto
encima, lo tomó entre sus brazos y lo estrechó contra su pecho. Enseguida se sentó, se cubrió así
misma y al niño con el velo, creo que lo amamantó. Entonces vi alrededor de ella, ángeles en forma
humana que se prosternaban con respeto ante el recién nacido y lo adoraban. Había
transcurrido una hora desde el nacimiento del niño cuando María llamó a San José que oraba todavía con el rostro
en tierra; habiéndose acercado, se prosternó lleno de júbilo, de humildad y de fervor. Solo cuando María lo indujo a estrechar contra
su corazón al Don Sagrado del Altísimo, se levantó, recibió al Niño Jesús en sus
brazos y dio gracias a Dios con lágrimas de alegría. Entonces la Santa Virgen
envolvió en pañales al Niño Jesús; no tenía más que cuatro pañales. Enseguida vi
que María y José se sentaron en tierra cerca uno del otro, nada decían y parecía
que ambos estaban absortos en contemplación. Delante de María, envuelto como un
niño ordinario estaba acostado Jesús recién nacido, bello y brillante como un rayo.
¡Ah! Me decía yo, éste lugar contiene la salud del mundo entero y nadie se preocupa
de ello. Colocaron después al Niño en el pesebre; entonces ambos se pusieron a su
lado derramando lágrimas de gozo y entonando cánticos de alabanza y José arregló
el lecho y asiento de la Santa Virgen al lado del pesebre. La vi antes y después
del nacimiento de Jesús, vestida con un traje blanco que la envolvía completamente.
La vi allí en los primeros días sentada,
arrodillada, de pie y aún recostada y dormida, pero jamás enferma ni fatigada. Cuando
nació Jesús, vi que los pastores asustados por el aspecto insólito de esa noche
maravillosa, estaban de pie delante de sus cabañas, miraban en derredor suyo y consideraban
con asombro una luz extraordinaria sobre
la gruta del pesebre. Al principio los pastores estaban atemorizados, pero un ángel
apareció delante de ellos y les dijo: “No temáis, porque vengo a anunciaros una gran nueva que causará gozo a todo el pueblo de Israel. Hoy en la ciudad
de David os ha nacido un Salvador, que es el Cristo, el Señor. Lo conocerán
por éste signo: Hallaréis al Niño envuelto
en pañales y acostado en un pesebre”.
Mientras el ángel anunciaba esto, el esplendor crecía más y más en torno suyo y
yo vi cinco o siete figuras de ángeles muy bellas y luminosas. Tenían en sus manos
como una larga banderita en la cual había algo escrito con letras grandes como la
mano y los oí alabar a Dios y cantar: “Gloria a Dios en lo más alto de los cielos y paz en la
Tierra a los hombres de buena voluntad”.
No vi que los pastores fuesen inmediatamente a la gruta del Pesebre, de la cual
distaba más de una legua; sino que los vi deliberar sobre lo que le llevarían al
recién nacido y preparar sus presentes con la posible presteza. Ya en la aurora,
se dirigieron al pesebre. A los primeros
albores del día, llegaron los pastores a la gruta con algunos presentes que habían
preparado: eran animalitos parecidos a los cabritos; también llevaban sobre sus
espaldas algunos pajaritos muertos y en los brazos algunas aves vivas de talla más
elevada. Llamaron con timidez a la puerta de la gruta y José salió a
recibirlos, entonces ellos le refirieron
lo que los ángeles les habían anunciado
y le dijeron que venían a rendir sus homenajes al Niño de la Promesa y a presentarle
sus pobres ofrendas. José las aceptó con humilde gratitud y condujo a los pastores
a la Santa Virgen que se hallaba sentada
junto al pesebre y tenía al Niño Jesús en su regazo. Los pastores se arrodillaron
humildemente y permanecieron largo rato en silencio absortos en un sentimiento de
indecible alegría; después entonaron el himno que habían oído cantar a los ángeles
y un salmo del cual no me acuerdo. Cuando trataron de retirarse, la Santa Virgen
les presentó al Niño Jesús, a quien ellos tuvieron por turno en sus brazos; lo devolvieron
con lágrimas a la Madre y se alejaron de la gruta. Por la noche vinieron a la gruta
otros pastores con sus hijos y mujeres. Traían aves, huevos, miel, madejas de hilo
de diferentes colores, paquetitos que se asemejaban a la seda en bruto y otras
cosas. Luego que hubieron dado sus obsequios a José, se acercaron humildemente al
pesebre, cerca del cual se hallaba sentada la Santa madre. La saludaron y al Niño
también y arrodillándose cantaron muy bellos salmos,
el “Gloria in Excelsis”
y algunos cánticos muy cortos.
Al despedirse, se inclinaron sobre el pesebre
en ademán de abrazar al Niño Jesús. Durante
toda la semana muchos pastores y otras buenas personas vinieron a la gruta y honraron
al Niño Jesús con mucha devoción. La aparición de los ángeles a los pastores fue
la causa de que todos estos buenos habitantes de los valles oyeran hablar del maravilloso
Niño de la Promesa y vinieron a adorarle.
Beata Ana Catalina Emmerich
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