Dulce Madre nuestra, ayúdanos a saber, como Tú,
ofrecernos enteramente a Dios, con todo lo que somos y poseemos y sin reservas
ningunas
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La niñita María será pronto llevada al templo de Jerusalén.Vi hace algunos días a Ana en un aposento de la casa de Nazaret, teniendo
delante de ella a María, ya de tres años de edad y enseñándola a rezar, porque
luego vendrían los sacerdotes a examinarla para su admisión en el colegio del Santuario. Ese día había
fiesta en la casa de Santa Ana; como una preparación. Se hallaban allí
extranjeros, parientes, hombres, mujeres y niños; también se hallaban presentes
tres sacerdotes, uno de Séforis, otro de Nazaret y el tercero de un lugar
cercano. Estos sacerdotes habían venido a examinar si la niñita María se
hallaba en estado de ir al templo.
Después los vi ponerse en marcha al amanecer. La niñita
María deseaba con ardor llegar al templo; salió de la casa con toda ligereza y
fue a colocarse junto a las bestias de carga; después de algunos días de viaje
llegaron a Jerusalén.
Bien temprano Joaquín se dirigió al templo con los otros
hombres, más tarde María fue llevada allí también por su madre con un
acompañamiento solemne. Ana y María de
Helí con su hija María de Cleofás iban adelante. Las seguía la santa niña con su saya y capa azul celeste con brazos y
cuello adornados de guirnaldas, llevando en la mano una antorcha engalanada de
flores. A cada lado de María marchaban
tres niñas con iguales antorchas y vestidos blancos bordados de oro. Como
María, también ellas llevaban capas de color azul claro, guirnaldas de flores y
pequeñas coronas alrededor del cuello y de los brazos. Enseguida iban las otras
vírgenes y niñitas, todas vestidas de gala pero sin uniformidad; cerraban la
marcha las demás mujeres.
Cuando llegó el grupo descrito antes, vi a varios servidores
del templo ocupados en abrir con grandes esfuerzos una puerta muy grande y muy
pesada, brillante como el oro y sobre la cual estaban esculpidas algunas
cabezas, racimos de uvas y manojos de espigas: Era la puerta Dorada. El séquito
pasó por esa puerta y para llegar a ella, tuvieron que subir por cincuenta
gradas; no sé si entre ellas había algunos intervalos de piso plano. Quisieron
conducir de la mano a María pero, ella lo rehusó y llena de júbilo y
entusiasmo, subió las gradas rápidamente y
sin tropezar. Todos se
hallaban vivamente impresionados.
Después del sacrificio, arreglaron un
altar portátil cubierto o sea, una mesa de sacrificio con gradas. Zacarías y
Joaquín con otro sacerdote, vinieron del patio de los presbíteros a éste altar,
ante el cual estaban un sacerdote y dos levitas con rollos de papel y todo
aparejo para escribir. Un poco a la espalda de María, se hallaban las niñas que
la acompañaban; ella se arrodilló sobre las gradas, Joaquín y Ana extendieron
las manos sobre la cabeza de su hija, el sacerdote le cortó algunos cabellos
que fueron quemados en un bracero. Los padres pronunciaron ciertas palabras por
las cuales ofrecían a su hija, palabras que los dos levitas escribieron.
Entretanto las niñas cantaban el salmo 44 y los sacerdotes el salmo 49 y los
niños acompañaban con sus instrumentos. Entonces dos sacerdotes tomaron a María
de la mano y subiendo por muchas gradas, la pusieron en un sitio elevado del
muro que lo separaba del vestíbulo del santuario. Colocaron a la niña en una especie
de nicho situado en la mitad de este muro de modo que ella podía ver en el
templo donde se hallaban en el orden muchos hombres que me parecieron
consagrados a éste santo edificio. Dos sacerdotes estaban a los lados de la
niña y sobre las gradas había otros dos que recitaban en voz alta las oraciones
prescritas en los rollos. Por otro lado del muro, un anciano príncipe de los
sacerdotes estaba de pie junto a un altar, en un sitio tan elevado que apenas
podía vérsele la mitad del cuerpo. Lo vi ofrecer el incienso cuyo humo se
esparció alrededor de María. Los presbíteros tomaron las coronas con que la
niña rodeaba sus brazos y la antorcha que llevaba en la mano y se las dieron a
sus compañeras. Le colocaron sobre la cabeza una especie de velo moreno y haciéndola bajar por unas gradas, la condujeron a una
sala vecina donde otras seis vírgenes del templo mayores que ella vinieron a
recibirla esparciéndole flores a su paso. Seguíanla sus maestras, Noemí hermana
de la madre de Lázaro, la profetiza Ana y otras más. Los sacerdotes recibieron
entre sus manos a la niña y después de esto, se retiraron. Se hallaban también
allí el padre y la madre de la niña y sus más próximos parientes. Acabándose
los cánticos sagrados, la niña se despidió de su familia. Joaquín sobretodo se
hallaba sumamente conmovido; tomó a María en sus brazos, la estrechó contra su
corazón y le dijo bañado en lágrimas: “Acuérdate de mi alma delante de Dios”.
Entonces María con la maestra y muchas niñas se dirigió a la habitación de las
mujeres en la parte septentrional del templo. Ellas ocupaban piezas que habían
sido construidas en sus gruesos muros. Podían ellas por medio de pasajes y escaleras, subir a pequeños oratorios
colocados cerca del santuario del Santo de los Santos. Vi a la santa Virgen en
el venerado edificio, ya en el colegio con las demás niñas, ya en su aposento,
progresando siempre en el estudio, en la oración y en el trabajo. Hilaba,
tejía, hacía encajes para el servicio del templo, lavaba los paños y limpiaba
los vasos. Muchas veces la vi rezar y aparte de las oraciones prescritas por las
reglas del colegio, la vida de María era un anhelo incesante de la Redención y
una continua oración interior; pero hacía todo eso de un modo pacífico y
secreto. Cuando todos dormían, ella se levantaba de la cama e invocaba a Dios.
Muchas veces la vi bañada en lágrimas e inundada de la Luz durante la oración,
oraba con velo. Se ocultaba de igual
modo con el velo cuando hablaba a los sacerdotes o cuando bajaba a una sala
contigua al templo para recibir el trabajo que debía ejecutar o bien, entregar
el ya hecho. Vi a la santa Virgen
frecuentemente en el templo arrebatada en éxtasis en oración; parecía que su
alma no se hallaba en la tierra y a menudo recibía consuelos celestiales. Ardientemente
suspiraba por el cumplimiento de la promesa y en su humildad apenas se atrevía
a formar el deseo de ser la última criada de la Madre del Redentor. La maestra
que cuidaba de María, de llamaba Noemí hermana de la madre de Lázaro y tenía
cincuenta años. De ésta, aprendía María a trabajar y con ella andaba cuando
limpiaba los vasos y paños manchados con la sangre de los sacrificios o cuando
dividía o preparaba ciertas porciones de la carne de las víctimas reservadas
para los sacerdotes y mujeres del templo. Difícil era que los sacerdotes
desconocieran del todo los destinos que la Providencia le había asignado a
María. Su conducta, la gracia que la adornaba y su discreción extraordinaria
eran tan notables desde su infancia, que ni su extremada humildad bastaba para
ocultarlas enteramente.
Beata Ana Catalina Emmerick
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