SACRÍLEGA ACCIÓN
Vivía en los Pirineos un médico conocido con el nombre de Fabas.
Un día vio llegar un hombre que tenía en la pierna una llaga causada por arma
de fuego. La herida, presentaba un carácter especial y era un hervidero de
gusanos. El médico se propuso cicatrizarla, o por lo menos hacer que
desaparecieran los gusanos; pero ninguna medicina produjo efecto; hasta que un
día el enfermo le dijo:
-Doctor, dejémonos de remedios, no se canse más, pues yo
moriré con esta terrible incomodidad.
-Efectivamente, respondió el médico; aquí hay algo de
extraordinario. Nunca he visto cosa semejante, a pesar de que soy viejo y
muchísimos casos sorprendentes han pasado por mis manos.
-¿Dónde recibió usted esta herida?
-Ya le he dicho que en la guerra; aunque siempre he callado
el por qué no sanaré, ahora quiero que lo sepa.
Tenía yo veinte años, cuando me forzaron a incorporarme al
ejército. De nuestro pueblo salimos tres jóvenes: Tomás, Francisco y yo. Los
tres estábamos imbuidos en las ideas de aquella época, y así éramos incrédulos
o más bien impíos como tres mozalbetes que se precian de seguir la moda.
Habíamos recorrido alegremente el camino y estábamos ya para llegar al término
de nuestro viaje, cuando al pasar frente a una iglesia de un pueblo de la
montaña, divisamos una estatua de la Santísima Virgen,
tan venerada por los fieles, que, a pesar de la revolución y de los
revolucionarios, había permanecido incólume sobre su pedestal. A uno de mis
camaradas, Tomás, se le ocurrió el infame pensamiento de burlarse de la
superstición de los vecinos, haciendo a la imagen blanco de sus tiros, como
para ejercitarse en el manejo del fusil. Francisco acogió la sacrílega
propuesta entre burlas y risas impías. Yo medio vacilante y temiendo ser menos
audaz que mis compañeros, procuré disuadirles de una acción que me llenaba de
horror.
Me acordaba entonces de mi madre, pero mis razones fueron
inútiles; sólo conseguí que se burlaran de mí.
Tomás cargó su fusil, apuntó, y la bala fue a clavarse en la
frente de la imagen. Apuntó a su vez Francisco y el proyectil dio en el pecho
de la misma.
¡Ahora te toca a ti!, me dijeron. No me atreví a
resistir.
Apunté temblando, cerré involuntariamente los ojos y
la bala fue a estrellarse…
¿En la pierna? Preguntó el médico.
-Sí, en la pierna, un poco más arriba de la rodilla,
precisamente donde tengo la herida. Ya ve usted que no curaré… Después de esta
donosa hazaña, acordamos continuar el viaje.
Más una anciana, testigo de nuestra infamia, como inspirada
por luz profética, nos dijo:
“Vais a la guerra, pero entended que la nefanda acción que
acabáis de cometer será fatal para vosotros.”
Tomás la amenazó. Yo estaba pesaroso de nuestra
fechoría.
Francisco, menos conmovido que yo, no estaba sin embargo
para gloriarse de ella.
Estorbamos de nuestro compañero se dejase llevar de su
encono contra la anciana, y acabamos penosamente la jornada, no sin haber
reñido entre nosotros muchas veces. Aquella misma tarde nos incorporamos al
regimiento, y pocos días después nos hallábamos frente al enemigo.
Confieso que yo iba a la batalla sin entusiasmo, y que
pensaba en la imagen de la
Virgen más de lo que hubiera deseado. Sin embargo, todo salió
bien. Conseguimos notables ventajas sobre el enemigo, distinguiéndose Tomás por
su denuedo.
La batalla había concluido, cuando de lo alto de una roca
salió un tiro que pareció bajado del cielo. Tomás giró sobre sí mismo y cayó
rígido de bruces en tierra.
La bala se había clavado en la frente entre los dos ojos, en
el mismo lugar en que él había herido a la sagrada imagen.
Francisco y yo, nos miramos sin decir palabra. Durante toda
la noche no pudimos dormir. Yo esperaba que Francisco me hablase para aconsejarle
que rezase, pero guardó silencio.
A la mañana siguiente volvimos a la batalla. Francisco me
dio la mano y me dijo: -“¡Hoy me toca a mí!” Dichoso tú que tuviste mala
puntería.
El infeliz sacrílego no se engañó. Salió un tiro de un hoyo,
y Francisco cae con el pecho atravesado. ¡Oh doctor que muerte aquélla!
Revolviéndose en un charco de sangre, pedía a grandes voces un sacerdote, pero
los que estaban junto a él se encogieron de hombros y lo dejaron expirar.
Yo quedé aterrado; y en la persuasión de que no tardaría en
tener la triste suerte que mis compañeros y así resolví confesar mi sacrilegio.
Pero pasaron los días y se disiparon mis temores y mis buenos propósitos.
Dieron la orden de vuelta a casa, y cuando estábamos cerca
del pueblo de la imagen, he aquí que por un accidente inexplicable se le
dispara el fusil a uno de los soldados y la bala fue a clavarse aquí donde
usted ve.
Así se cumplió la profecía de la anciana. Mis dos compañeros
habían muerto, y yo regresaba herido.
La herida no pareció ser grave, pero cuál no sería mi
espanto cuando vi que en la llaga se engendraban estos gusanos inagotables que
han desconcertado su ciencia. Hace ya veinte años que vengo padeciendo esta
herida, ensayando mil remedios, todos ineficaces.
Si logro llegar al fin de la vida como es debido, es decir
cristiano y penitente, lo debo a esta horrible llaga. No desconfío de la
misericordia de Dios, y espero morir en su amistad por intercesión de Aquella a
quien tan vilmente ultrajé.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.