¿Debemos juzgar
por las apariencias?
Una limosna, por el amor de Dios. Una limosna…
-Ya te he dicho que no tengo nada.
-¡Fuera de aquí so perezoso! ¡No molestes más!
Reprensiones y humillaciones como ésas formaban parte del
día a día de Lucrecio, un pobre jorobado que
llevaba muchos años vagando por aquella pintoresca ciudad entre colinas.
Nadie sabía a ciencia cierta su origen: algunos decían
que había sido abandonado por sus padres siendo aún muy pequeño, porque no
tenían condiciones de mantenerlo o quizá, porque nació con esa irreversible
deformación… Meras hipótesis, pues ni él mismo sabía de dónde venía.
Había salido numerosas veces en busca de empleo, para
poder ganarse lo suficiente para subsistir, pero a causa de su cuerpo deformado
siempre recibía la misma respuesta:
-¡¡¡No!!!...
Ni siquiera tenía un sitio donde cobijarse. Vivía al aire
libre, refugiándose ora en alguna cueva, ora en casa de alguna alma caritativa,
lo cual era extremadamente raro. Se podía decir que Lucrecio era un monumento
de desdichas. Todos lo rechazaban, no conseguía nada de lo que deseaba y con
muchísima dificultad obtenía el pan de cada día.
Sin embargo ese pobre hombre era portador de un alma de
oro, resignada con la voluntad de Dios y muy devota de su Santísima Madre.
Mientras iba andando por las calles, con saco bastante gastado donde ponía lo
que le daban, solía rezarle a María pidiéndole que bendijera su jornada. Tenía
tanto entusiasmo por la Virgen de las vírgenes que era frecuente verlo
improvisando canciones en su honor.
Un día decidió marcharse a una zona de la ciudad que no
acostumbraba frecuentar, pues en el sitio donde hasta entonces mendigaba
diariamente se le habían cerrado todas las puertas. ¿Sería esto una actitud
prudente? Si donde ya lo conocían le negaban ayuda, ¡imaginemos cómo sería
tratado en un lugar donde nunca lo habían visto! Pero no tenía otra salida: o
se exponía a correr ese riesgo, o moriría de hambre… Se echó su vacío saco al
hombro y empezó su lento caminar.
Subiendo por aquí, bajando por allá, Lucrecio iba
recorriendo senderos desconocidos. Poco a poco se fue dando cuenta de que el
panorama que se desvelaba ante sus ojos era bien diferente: las casas eran más
grandes y más bonitas, las ventanas adornadas con flores, las calles
empadradas. Entonces dijo para sí:
-En casas tan grandes como esas debe de haber mucho
espacio… Ya se está haciendo de noche y no he conseguido ni un pedazo de pan.
¡Virgen Santísima, váleme! ¿No será que alguien de aquí me hospedaría?
Resolvió probar suerte llamando a la puerta de la casa
más cercana. Tras unos instantes de
silencio, se oyó la suave voz de una mujer. Se trataba de una rica viuda,
Margarita, que vivía allí con su único hijo, Leopoldo, que se encontraba de
viaje.
-¿Quién es? –preguntó.
-Una limosna, por caridad, o al menos algo para comer…
-Espera un momento.
La puerta se abrió y Margarita le entregó unos panes.
Pero al ver su cansada y sufrida fisonomía, y además su enorme joroba, tuvo
compasión.
-Entra. Creo que es conveniente que pases la noche aquí.
A estas horas las calles son muy peligrosas.
Lleno de alegría, aunque estupefacto por tan generosa
recepción, Lucrecio le contó un poco de su historia y entró en la casa, donde
la fue servida una deliciosa cena y preparada una habitación para dormir.
A la mañana siguiente, agradeció efusivamente la acogida
y, despidiéndose, ya se marchaba para continuar con su vida de mendigo.
-¿A dónde vas ahora? –le preguntó Margarita.
Y no obtuvo respuesta…
-¿Qué opinas de trabajar aquí? Me parece que en el jardín
habría mucho que hacer.
Lucrecio no se podía creer lo que estaba escuchando y
aceptó la propuesta. ¡Era una respuesta a sus oraciones! Sin embargo, ¿qué
diría Leopoldo cuando volviese y encontrase en su casa a un pobre jorobado?
Faltaban dos semanas para que regresara
de viaje…
Infelizmente Leopoldo no tenía el corazón generoso y
cristiano de su madre. Era muy apegado al dinero y al ver al nuevo jardinero se
llenó de cólera y le insistió a su madre para que lo despidiera.
Al percibir lo que estaba sucediendo, Lucrecio decidió
abandonar la casa en secreto para no ser motivo de peleas o tristeza para la
buena mujer. En mitad de la noche, mientras todos dormían, cogió su viejo saco,
relleno con los obsequios que había recibido de Margarita, y silenciosamente
escaló el muro.
En ese momento pasaba por la calle un guardia. Cuando vio
aquella extraña figura sobre el muro empezó a gritar:
-¡Al ladrón! ¡Al ladrón!
El vecindario entero acudió para ver qué estaba pasando.
Cogieron al pobre infeliz, que hizo de todo para alegar su inocencia, pero no
sirvió de nada. A pesar de la defensa de Margarita, su hijo testificó en su
contra, inventándose acusaciones absurdas que, no obstante, fueron dadas por
verdaderas. El tribunal de la ciudad lo condenó a la horca, como un vil
malhechor. Lucrecio no tenía nada que hacer. Sólo se encomendó a la Virgen,
confiando en que Ella resolvería su caso…
Finalmente, llegó el día señalado para la ejecución.
Mientras iba andando hacia el patíbulo, Lucrecio rezaba:
-¡Virgen Santísima, ven en mi auxilio! ¡María Santísima,
socórreme!
Los verdugos lo colgaron de la cuerda y se quedaron a la
espera de su muerte. Muchos de los asistentes se alegraban, pues por fin ese
jorobado tan desagradable no volvería a molestarles. Pero el tiempo pasaba y el
reo no moría… Al contrario, se volvía cada vez más sonriente y con mejor
aspecto.
-¡Se está haciendo el vivo! –exclamó el alcalde de la
ciudad.
Y ordenó que lo dejaran suspendido allí dos días más. Al
expirar el plazo y comprobar que Lucrecio estaba realmente vivo, el alcalde
mandó que lo soltaran, porque aquello era un milagro que probaba su inocencia.
Asombrado, le preguntó al jorobado a respecto de lo que había pasado:
-Pues, como siempre he tenido mucha devoción a la Virgen,
me encomendé a Ella para que me ayudase en mi última hora. En el instante de la
ejecución vino una hermosísima señora a sostenerme en el aire, impidiendo que la cuerda me ahorcase, y
ahí permanecí hasta hace poco… Sentía tanta alegría que habría sido mejor que
no me hubieran sacado de la horca.
Es evidente que, ante tamaño milagro, Lucrecio fue absuelto.
Y los habitantes del lugar aprendieron que no se debe juzgar por las
apariencias… Poco después, ingresó en un monasterio, en el que, años más tarde,
moriría en olor de santidad.
Hna. Ariane Heringer
Tavares, EP
Fuente revista "Heraldos del Evangelio", número 138, enero 215